Si bien la necesidad del Espíritu Santo es una
constante en la vida del discípulo, es en el tiempo de Pentecostés cuando se
genera el ambiente más apropiado - por su intensidad y por su universalidad – para
disponer nuestro espíritu a las cosas del Espíritu.
Para explicarlo de un modo gráfico, es como
esas grandes tormentas eléctricas, cuando las condiciones de la tierra –
nuestro corazón dispuesto – y las condiciones de la atmósfera – el dedo de Dios
– provocan esos rayos impresionantes, cargados de una energía imposible de
describir acabadamente.
Es de personas inteligentes, aceptar los
regalos que se nos ofrecen, y mucho más cuando esos regalos provienen de Dios
mismo.
Cada uno de nosotros tendrá necesidades
distintas.
Algunos necesitaremos ser sanados de viejas o
nuevas heridas del alma. Quizás de perdonar o sentirnos perdonados.
Otros, estaremos luchando infructuosamente por
resolver áreas de nuestras vidas que todavía no se han convertido. Rebeldías y
otros pecados que nos alejan de la santidad a la que hemos sido llamados.
Habrá quien quiera resolver alguna vocación o le estará costando discernir a qué
servicio el Señor lo está llamando. Esa fea sensación de no estar haciendo o de
estar haciendo mal.
Quizás alguien quiera aprovechar para mejorar
su comunicación con Dios, para tener una nueva o mejor forma de hablar con él,
y qué mejor que pedírselo al Espíritu, que cuando no sabemos como orar viene en
nuestra ayuda. Revivir esa oración mustia en la que se cae cuando la rutina nos
convierte en meros parlantes.
En fin, la lista puede continuar en extenso,
con todas aquellas situaciones que el Espíritu Santo puede ayudar en nuestras
vidas.
Pero hay algo en lo que tenemos que estar
atentos, ya no en forma personal, sino como comunidad. El Espíritu Santo vuelve
a manifestarse a todos los discípulos como cuerpo, como unidad. Sumando cada
uno de los miembros va a lograr que Cristo esté presente en la dimensión actual.
Cristo viene una vez más en la esencia del
Espíritu Santo a recordarnos, la misión que nos encomendó. Y serán mis testigos…
Cuando vemos que muchos hermanos van quedando
por el camino. Cuando la depresión y el desgano van ganando. Cuando aparecen
otras ocupaciones que nos hacen faltar a las celebraciones y reuniones de
comunidad. Cuando cuesta encender el corazón de aquellos que no conocen de
Cristo y de su Iglesia. Seguramente en esas situaciones hay un denominador
común, el fuego se está apagando.
Es muy difícil revertir esa situación, en
nuestras propias fuerzas, con nuestra razón. Debemos ser astutos, como Jesús
nos manda.
Dice Pablo en Romanos 8:16 El Espíritu atestigua a nuestro espíritu que somos hijos de Dios
Si en vez de actuar nosotros lo dejamos actuar
a él, si nos callamos para que él hable, si en vez de tratar de ‘razonar’ las
Escrituras dejamos que él nos ilumine. Si en vez de ir a convencer a otros dejamos
que el trabajo lo haga él, nosotros solamente lo transportamos. Otros serían
los resultados.
Pero si no lo dejamos actuar, si no lo invitamos
a venir a conversar con nuestro espíritu ¿cómo podrá hacer su trabajo? ¿será
que le estamos poniendo obstáculos para que cumpla su misión?
Sobre este tema ya hemos reflexionado en otras
charlas que podemos ver en este blog, en especial ‘El
Espíritu guía la misión’ y ‘Espíritu
Santo – agente y término de la evangelización’ y muchas otras, por lo que
no vamos a extendernos.
Quedémonos con la imagen de Cristo formada por
cada uno de los discípulos que llenos del Espíritu Santo participamos de su
cuerpo místico, en un mismo espíritu y un mismo corazón, para que el mundo
crea.
En la velada de hoy y en los próximos días,
pidamos al Padre que cumpla su promesa en nuestras vidas. Para ser mejores
personas por supuesto, pero fundamentalmente para ser una mejor comunidad, que
aunque vasos de barro, trasluzcamos el infinito tesoro que llevamos en nuestros
corazones, instrumentos útiles.
Sopla en mí Espíritu Santo, sopla en mí…
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