Carta Encíclica Redemptoris missio - 1990
Ioannes Paulus PP. II
(Estudio parcial)
21. "En el momento culminante de la misión mesiánica de Jesús, el Espíritu Santo se hace presente en el misterio pascual con toda su subjetividad divina: como el que debe continuar la obra salvífica, basada en el sacrificio de la cruz. Sin duda esta obra es encomendada por Jesús a los hombres: a los Apóstoles y a la Iglesia. Sin embargo, en estos hombres y por medio de ellos, el Espíritu Santo sigue siendo el protagonista trascendente de la realización de esta obra en el espíritu del hombre y en la historia del mundo".
El Espíritu Santo es en verdad el protagonista de toda la misión eclesial; su obra resplandece de modo eminente en la misión ad gentes, como se ve en la Iglesia primitiva por la conversión de Cornelio (cf. Act 10), por las decisiones sobre los problemas que surgían (cf. Act 15), por la elección de los territorios y de los pueblos (cf. Act 16, 6 ss). El Espíritu actúa por medio de los Apóstoles, pero al mismo tiempo actúa también en los oyentes: "Mediante su acción, la Buena Nueva toma cuerpo en las conciencias y en los corazones humanos y se difunde en la historia. En todo está el Espíritu Santo que da la vida"
El envío "hasta los confines de la tierra" (Act 1, 8)
22. Todos los evangelistas, al narrar el encuentro del Resucitado con los Apóstoles, concluyen con el mandato misional: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes. Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 18-20; cf. Mc 16, 15-18; Lc 24, 46-49; Jn 20, 21-23).
Este envío es envío en el Espíritu, como aparece claramente en el texto de san Juan: Cristo envía a los suyos al mundo, al igual que el Padre le ha enviado a él y por esto les da el Espíritu. A su vez, Lucas relaciona estrictamente el testimonio que los Apóstoles deberán dar de Cristo con la acción del Espíritu, que les hará capaces de llevar a cabo el mandato recibido.
23. Las diversas formas del "mandato misionero" tienen puntos comunes y también acentuaciones características. Dos elementos, sin embargo, se hallan en todas las versiones. Ante todo, la dimensión universal de la tarea confiada a los Apóstoles: "A todas las gentes" (Mt 28, 19); "por todo el mundo... a toda la creación" (MC 16, 15); "a todas las naciones" (Act 1, 8). En segundo lugar, la certeza dada por el Señor de que en esa tarea ellos no estarán solos, sino que recibirán la fuerza y los medios para desarrollar su misión. En esto está la presencia y el poder del Espíritu, y la asistencia de Jesús: "Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos" (MC 16, 20).
Juan es el único que habla explícitamente de "mandato" —palabra que equivale a "misión"— relacionando directamente la misión que Jesús confía a sus discípulos con la que él mismo ha recibido del Padre: "Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20, 21). Jesús dice, dirigiéndose al Padre: "Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo" (Jn 17, 18). Todo el sentido misionero del Evangelio de Juan está expresado en la "oración sacerdotal": "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tu has enviado Jesucristo" (Jn 17, 3). Fin último de la misión es hacer participes de la comunión que existe entre el Padre y el Hijo: los discípulos deben vivir la unidad entre sí, permaneciendo en el Padre y en el Hijo, para que el mundo conozca y crea (cf. Jn 17, 21-23). Es éste un significativo texto misionero que nos hace entender que se es misionero ante todo por lo que se es, en cuanto Iglesia que vive profundamente la unidad en el amor, antes de serlo por lo que se dice o se hace.
El Espíritu guía la misión
24. La misión de la Iglesia, al igual que la de Jesús, es obra de Dios o, como dice a menudo Lucas, obra del Espíritu. Después de la resurrección y ascensión de Jesús, los Apóstoles viven una profunda experiencia que los transforma: Pentecostés. La venida del Espíritu Santo los convierte en testigos o profetas (cf. Act 1, 8; 2, 17-18), infundiéndoles una serena audacia que les impulsa a transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que los anima. El Espíritu les da la capacidad de testimoniar a Jesús con "toda libertad".
26. El Espíritu mueve al grupo de los creyentes a "hacer comunidad", a ser Iglesia. Tras el primer anuncio de Pedro, el día de Pentecostés, y las conversiones que se dieron a continuación, se forma la primera comunidad (cf. Act 2, 42-47; 4, 32-35).
En sus orígenes, por tanto, la misión es considerada como un compromiso comunitario y una responsabilidad de la Iglesia local, que tiene necesidad precisamente de "misioneros" para lanzarse hacia nuevas fronteras. Junto a aquellos enviados había otros que atestiguaban espontáneamente la novedad que había transformado sus vidas y luego ponían en conexión las comunidades en formación con la Iglesia apostólica.
La lectura de los Hechos nos hace entender que, al comienzo de la Iglesia, la misión ad gentes, aun contando ya con misioneros "de por vida", entregados a ella por una vocación especial, de hecho era considerada como un fruto normal de la vida cristiana, un compromiso para todo creyente mediante el testimonio personal y el anuncio explícito, cuando era posible.
La presencia y la actividad del Espíritu no afectan únicamente a los individuos, sino también a la sociedad, a la historia, a los pueblos, a las culturas y a las religiones. En efecto, el Espíritu se halla en el origen de los nobles ideales y de las iniciativas de bien de la humanidad en camino; "con admirable providencia guía el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra". Cristo resucitado "obra ya por la virtud de su Espíritu en el corazón del hombre, no sólo despertando el anhelo del siglo futuro, sino también, por eso mismo, alentando, purificando y corroborando los generosos propósitos con que la familia humana intenta hacer más llevadera su vida y someter la tierra a este fin". Es también el Espíritu quien esparce "las semillas de la Palabra" presentes en los ritos y culturas, y los prepara para su madurez en Cristo.
29. Así el Espíritu que "sopla donde quiere" (Jn 3, 8) y "obraba ya en el mundo aun antes de que Cristo fuera glorificado", que "llena el mundo y todo lo mantiene unido, que sabe todo cuanto se habla" (Sab 1, 7), nos lleva a abrir más nuestra mirada para considerar su acción presente en todo tiempo y lugar. Es una llamada que yo mismo he hecho repetidamente y que me ha guiado en mis encuentros con los pueblos más diversos. La relación de la Iglesia con las demás religiones está guiada por un doble respeto: "Respeto por el hombre en su búsqueda de respuesta a las preguntas más profundas de la vida, y respeto por la acción del Espíritu en el hombre".
Este Espíritu es el mismo que se ha hecho presente en la encarnación, en la vida, muerte y resurrección de Jesús y que actúa en la Iglesia. No es, por consiguiente, algo alternativo a Cristo, ni viene a llenar una especie de vacío, como a veces se da por hipótesis que exista entre Cristo y el Logos. Todo lo que el Espíritu obra en los hombres y en la historia de los pueblos, así como en las culturas y religiones tiene un papel de preparación evangélica, y no puede menos de referirse a Cristo, Verbo encarnado por obra del Espíritu, "para que, hombre perfecto, salvara a todos y recapitulara todas las cosas".
La acción universal del Espíritu no hay que separarla tampoco de la peculiar acción que despliega en el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. En efecto, es siempre el Espíritu quien actúa, ya sea cuando vivifica la Iglesia y la impulsa a anunciar a Cristo, ya sea cuando siembra y desarrolla sus dones en todos los hombres y pueblos, guiando a la Iglesia a descubrirlos, promoverlos y recibirlos mediante el diálogo. Toda clase de presencia del Espíritu ha de ser acogida con estima y gratitud; pero el discernirla compete a la Iglesia, a la cual Cristo ha dado su Espíritu para guiarla hasta la verdad completa (cf. Jn 16, 13).
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