sábado, 24 de marzo de 2012

Interrogar a Jesús


En todas las áreas de nuestra vida, se nos presentan constantemente oportunidades de cambio al punto que se confirma aquello de que: ‘Lo único constante es el cambio’ [1]
Lo curioso es lo que hacemos con esas oportunidades.
Veamos dos ejemplos bien distintos:
El primero: Tenemos la oportunidad de cambiar de celular por uno mucho más moderno que tiene funcionalidades que no sabemos para qué sirven y que nunca llegaremos a utilizar. La mayoría de nosotros – hay excepciones – estaremos felices de hacer ese cambio.
El segundo: Se nos plantea la necesidad de cambiar algún procedimiento en nuestro trabajo, labor o tarea. Hacer de otra manera algo que por años hicimos de una determinada forma. La mayoría de nosotros – también con excepciones – nos sentimos incómodos, al punto que hasta en algunos se demuestra la famosa ‘resistencia al cambio’, empezamos a poner peros, le buscamos argumentos en contra, etc.
¿Cuál es la diferencia entre ambas situaciones?
En la primera hemos sido convencidos de que ese producto (celular, notebook, auto, casa, lo que sea) nos va a hacer la vida más fácil y vamos a recibir aceptación del medio en el que nos relacionamos, que tiene los mismos gustos e intereses. Además, podemos, ver, tocar, experimentar con el producto.
En la segunda, no está tan claro que dejar de lado lo que venimos haciendo desde siempre con un resultado conocido, por perfectible que sea, nos traerá algún beneficio, y además nos va a requerir un esfuerzo inicial, de capacitación, adaptación, etc.
Lamentablemente, los cambios que el ser discípulos nos demanda, entran en la segunda categoría. He ahí que se explica el esfuerzo que implica cambiar de vida, de actitud, ni que hablar de ‘nacer de nuevo’.
En el evangelio de hoy (Juan 7:40-53) leemos como los judíos discutían acerca de la posibilidad del mesianismo de Jesús.  Algunos rechazaban esa posibilidad porque estaban convencidos que el Mesías no podía venir de Galilea – no sabían que Jesús había nacido en Belén – y ese prejuicio les quitaba luz para poder ver las obras y entender las palabras de Jesús.
Nicodemo en cambio – quizás ya algo tocado por el Espíritu Santo – propuso con sabiduría, interrogar a Jesús para ver que decía de sí mismo.
En nuestro tiempo, los modelos mentales que nos formamos acerca de lo que es bueno o menos malo para nosotros, de los esfuerzos – vivimos una época donde prima la ley ‘del mínimo esfuerzo’ – de la relación costo-beneficio, también se han convertido en prejuicios que nos impiden ver lo favorable del cambio que Cristo nos propone.
Ante esa situación podemos actuar con sabiduría, como Nicodemo, o como todos los demás, que terminaron la discusión yéndose cada uno para su casa – volviendo a lo suyo a sus creencias y paradigmas.
Cada vez que alguien se acerca a Jesús a interrogarlo aunque sea para increparlo o cuestionarlo, Él no pone reparos en dar la respuesta acertada.
Veamos un ejemplo cuando Jesús da testimonio de sí mismo, porque le ha sido requerido (Juan 5:31-47)
Ante la misma situación, de legitimidad de su identidad mesiánica, Jesús nos dice que hay muchas personas que lo conocen y que pueden dar testimonio de quién es Él. En el texto cita a Juan porque era alguien a quien los judíos habían reconocido como profeta - porque la cultura judía le daba crédito al testimonio de personas destacadas – pero fundamentalmente, porque Jesús sabía que Juan había ‘visto’ al Espíritu Santo, que en definitiva es el único que podía garantizar su filiación divina.
Enseguida aclara, que él no necesita testigos, pero nuestra ceguera sí. Si nuestra incapacidad de ver a Jesús como Cristo por nuestros propios medios, nos está quitando la posibilidad de salvación, que por lo menos el testimonio de otros nos abra los ojos del espíritu.
A la incredulidad, Jesús responde con obras. Las obras que el Padre hizo, hace y hará, por medio de Él, vivo en el Espíritu Santo.
Leemos y releemos, escuchamos y volvemos a escuchar las Escrituras, esperando encontrar en ellas algo que nos ‘toque’ como con una vara mágica y nos cambie la vida. ‘Hay qué bien me hizo ese pasaje, era para mí’
Pero no discernimos lo que realmente Cristo nos ofrece, tener vida y tenerla en abundancia.
Somos capaces de creerle a cualquier persona que venga con una oferta de felicidad, alguien que venga a mitigar nuestros dolores o sufrimientos, algún gran sanador de prestigio, sea este siervo de Dios o un falso profeta. Pero cuánto nos cuesta comprometernos con la verdadera Enseñanza.
Cuando nos dice: ¿Cómo es posible que crean, ustedes que se glorifican unos a otros y no se preocupan por la gloria que sólo viene de Dios? (44) Acaso ¿no nos está interpelando acerca de la fuente de nuestras creencias y motivación de nuestras decisiones?
Buscar las cosas de Dios, el cumplimiento de los preceptos por el cumplimiento mismo, sin buscar a Cristo, es tan ineficaz como sustituir sus enseñanzas por la filosofía, la ciencia, la política o cualquier otra manifestación humana, argumentando que el fin es el mismo.
El fin podrá ser el mismo, pero solamente en Jesús encontraremos la vida eterna.
Como nos tiene acostumbrados, no deja el asunto sin resolver. A la vez que plantea el problema, también nos da la solución.
Vuelve al tema de la charla de la semana pasada.
Además, yo los conozco: el amor de Dios no está en ustedes (42)
Para cambiar, no necesitamos tanto creer, no necesitamos tanto convencernos, no necesitamos flagelarnos, lo que necesitamos es amar a Dios y dejarnos amar por Él.
En el Espíritu Santo, el gran comunicador encontraremos el verdadero testimonio de Jesús, testimonio de amor que del Padre se hace visible y realizable en su vida, en la que vivió entre los hombres y nos dejó como modelo a todos sus discípulos.



[1] Aristóteles

No hay comentarios:

Publicar un comentario