En todas las
áreas de nuestra vida, se nos presentan constantemente oportunidades de cambio
al punto que se confirma aquello de que: ‘Lo
único constante es el cambio’ [1]
Lo curioso es
lo que hacemos con esas oportunidades.
Veamos dos
ejemplos bien distintos:
El primero:
Tenemos la oportunidad de cambiar de celular por uno mucho más moderno que
tiene funcionalidades que no sabemos para qué sirven y que nunca llegaremos a
utilizar. La mayoría de nosotros – hay excepciones – estaremos felices de hacer
ese cambio.
El segundo:
Se nos plantea la necesidad de cambiar algún procedimiento en nuestro trabajo,
labor o tarea. Hacer de otra manera algo que por años hicimos de una
determinada forma. La mayoría de nosotros – también con excepciones – nos
sentimos incómodos, al punto que hasta en algunos se demuestra la famosa
‘resistencia al cambio’, empezamos a poner peros, le buscamos argumentos en
contra, etc.
¿Cuál es la
diferencia entre ambas situaciones?
En la primera
hemos sido convencidos de que ese producto (celular, notebook, auto, casa, lo
que sea) nos va a hacer la vida más fácil y vamos a recibir aceptación del
medio en el que nos relacionamos, que tiene los mismos gustos e intereses.
Además, podemos, ver, tocar, experimentar con el producto.
En la
segunda, no está tan claro que dejar de lado lo que venimos haciendo desde
siempre con un resultado conocido, por perfectible que sea, nos traerá algún
beneficio, y además nos va a requerir un esfuerzo inicial, de capacitación,
adaptación, etc.
Lamentablemente,
los cambios que el ser discípulos nos demanda, entran en la segunda categoría.
He ahí que se explica el esfuerzo que implica cambiar de vida, de actitud, ni
que hablar de ‘nacer de nuevo’.
En el
evangelio de hoy (Juan 7:40-53) leemos como los judíos discutían acerca de la
posibilidad del mesianismo de Jesús. Algunos rechazaban esa posibilidad porque
estaban convencidos que el Mesías no podía venir de Galilea – no sabían que
Jesús había nacido en Belén – y ese prejuicio les quitaba luz para poder ver
las obras y entender las palabras de Jesús.
Nicodemo en
cambio – quizás ya algo tocado por el Espíritu Santo – propuso con sabiduría,
interrogar a Jesús para ver que decía de sí mismo.
En nuestro
tiempo, los modelos mentales que nos formamos acerca de lo que es bueno o menos
malo para nosotros, de los esfuerzos – vivimos una época donde prima la ley
‘del mínimo esfuerzo’ – de la relación costo-beneficio, también se han convertido
en prejuicios que nos impiden ver lo favorable del cambio que Cristo nos
propone.
Ante esa
situación podemos actuar con sabiduría, como Nicodemo, o como todos los demás,
que terminaron la discusión yéndose cada uno para su casa – volviendo a lo suyo
a sus creencias y paradigmas.
Cada vez que
alguien se acerca a Jesús a interrogarlo aunque sea para increparlo o cuestionarlo,
Él no pone reparos en dar la respuesta acertada.
Veamos un
ejemplo cuando Jesús da testimonio de sí mismo, porque le ha sido requerido
(Juan 5:31-47)
Ante la misma
situación, de legitimidad de su identidad mesiánica, Jesús nos dice que hay muchas
personas que lo conocen y que pueden dar testimonio de quién es Él. En el texto
cita a Juan porque era alguien a quien los judíos habían reconocido como
profeta - porque la cultura judía le daba crédito al testimonio de personas
destacadas – pero fundamentalmente, porque Jesús sabía que Juan había ‘visto’
al Espíritu Santo, que en definitiva es el único que podía garantizar su
filiación divina.
Enseguida
aclara, que él no necesita testigos, pero nuestra ceguera sí. Si nuestra
incapacidad de ver a Jesús como Cristo por nuestros propios medios, nos está
quitando la posibilidad de salvación, que por lo menos el testimonio de otros
nos abra los ojos del espíritu.
A la
incredulidad, Jesús responde con obras. Las obras que el Padre hizo, hace y
hará, por medio de Él, vivo en el Espíritu Santo.
Leemos y
releemos, escuchamos y volvemos a escuchar las Escrituras, esperando encontrar
en ellas algo que nos ‘toque’ como con una vara mágica y nos cambie la vida.
‘Hay qué bien me hizo ese pasaje, era para mí’
Pero no
discernimos lo que realmente Cristo nos ofrece, tener vida y tenerla en
abundancia.
Somos capaces
de creerle a cualquier persona que venga con una oferta de felicidad, alguien
que venga a mitigar nuestros dolores o sufrimientos, algún gran sanador de
prestigio, sea este siervo de Dios o un falso profeta. Pero cuánto nos cuesta
comprometernos con la verdadera Enseñanza.
Cuando nos
dice: ¿Cómo es posible que crean,
ustedes que se glorifican unos a otros y no se preocupan por la gloria que sólo
viene de Dios? (44) Acaso ¿no nos está
interpelando acerca de la fuente de nuestras creencias y motivación de nuestras
decisiones?
Buscar las cosas de Dios, el cumplimiento de los preceptos por el
cumplimiento mismo, sin buscar a Cristo, es tan ineficaz como sustituir sus
enseñanzas por la filosofía, la ciencia, la política o cualquier otra
manifestación humana, argumentando que el fin es el mismo.
El fin podrá ser el mismo, pero solamente en Jesús encontraremos la vida
eterna.
Como nos tiene acostumbrados, no deja el asunto sin resolver. A la vez que
plantea el problema, también nos da la solución.
Vuelve al tema de la charla de la semana pasada.
Además, yo los conozco: el
amor de Dios no está en ustedes (42)
Para cambiar,
no necesitamos tanto creer, no necesitamos tanto convencernos, no necesitamos
flagelarnos, lo que necesitamos es amar a Dios y dejarnos amar por Él.
En el
Espíritu Santo, el gran comunicador encontraremos el verdadero testimonio de
Jesús, testimonio de amor que del Padre se hace visible y realizable en su
vida, en la que vivió entre los hombres y nos dejó como modelo a todos sus
discípulos.
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