Siguiendo con
temas que el proceso cuaresmal nos demanda, retomemos el asunto que dejamos
planteado la charla anterior, actuar sobre aquellos aspectos de nuestra vida
que podemos clasificar dentro de la categoría de egoístas.
En la antigüedad,
los judíos tenían problemas para controlarse, cuando de volverse a sus viejos ídolos
o nuevas promesas de los mismos, se trataba. Fueron muchos los dolores de
cabeza que les ocasionaron a los primeros patriarcas, y dejaron afónicos a los
profetas. Además, de por supuesto, la tristeza que a Dios padre le traían.
Cuando de
conversión se trata, nuestros problemas de hoy respecto a los ídolos, no son
muy distintos en cuanto a sus consecuencias, sí lo son en cuanto al objeto.
El problema
se actualizó a la vez que se hizo más complejo. Si bien, las personas sanas
desde el punto de vista espiritual y también, por qué no, desde el punto de
vista de la religiosidad, ya no se postran delante de ídolos tangibles y aunque
por ahí quede algún vestigio de superstición, parecería que ese aspecto fue
salvado.
Sin embargo,
los discípulos de hoy, inconscientemente debemos afrontar el riesgo de estar
poniendo nuestra atención en ídolos intangibles, algunos fácilmente
identificables como: el dinero, la estima, la fama, la posición socio-económica,
las jerarquías a nivel político, laboral, cultural y hasta comunitario.
Pero hay uno
en particular que es el más peligroso de todos, y es el yo, somos cada uno de nosotros
mismos.
Las causas
pueden ser muchas y muy variadas. Podemos echarle la culpa al consumismo exacerbado
en el que habitamos, a la educación que recibimos y a tantas otras razones. Pero
sean cuales fueran las mismas, no deben ser una justificación para que nos
pongamos como centro de adoración en una exaltación de amor propio que va más
allá de lo necesario.
Por supuesto
que es buena cosa, que es muy sano, emocional y sicológicamente, querernos,
tener un concepto apropiado de nosotros mismos, hasta justificar aquello de que
no podemos amar a los demás como a nosotros mismos, si no nos amamos.
Pero hasta ahí.
Si repasamos
los líos en los que nos metemos, las veces que fallamos, las omisiones en las
que incurrimos, los dolores que causamos, al Sagrado Corazón de Jesucristo y a
los demás, sin excepción vamos a encontrar que en todos ellos, primó nuestro ego.
Nos convendría
preguntarle a Jesús cómo tratar este tema.
Cuando aquel
escriba se acercó al Maestro a preguntarle cuál era el mandamiento principal:
Jesús respondió: "El primero es: Escucha, Israel: el Señor
nuestro Dios es el único Señor; y tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu
corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas. El
segundo es: Amarás a tu prójimo como a tí mismo. No hay otro mandamiento más
grande que estos. Marcos 12:28-31
¿En qué
medida esta respuesta puede poner luz al asunto que nos ocupa?
Es que si
cada vez que tenemos oportunidad de fallar, pusiéramos por delante el amor a
Dios, que se manifiesta en la práctica en el amor a los demás, muy distinto sería
el resultado.
Papito Dios
nos reprocha por medio del profeta Oseas: Porque
el amor de ustedes es como nube matinal, como el rocío que pronto se disipa. Porque
yo quiero amor y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos Oseas
6:4-6.
Cuánta razón tiene.
El amor que le confesamos en las celebraciones, en algunas de nuestras
oraciones, en las reuniones de comunidad, muchas veces desaparece cuando se
ponen en riesgo nuestras expectativas, preferencias, sentimientos y emociones.
San Agustín
nos dejó como legado:
“Ama y haz lo que quieras. Si callas, callarás con amor; si
gritas, gritarás con amor; si corriges, corregirás con amor; si perdonas,
perdonarás con amor. Si tienes el amor arraigado en ti, ninguna otra cosa sino
amor serán tus frutos”
En la obra
citada la charla anterior [1]
leemos:
Para el santo ¿en qué consiste o dónde empieza el pecado del
hombre? No tanto en abandonar a Dios para volverse a las cosas del mundo, como
más exactamente, abandonarlo para volverse a uno mismo.
…considerar al Espíritu Santo como amor nos ayuda a tener una visión
muy profunda de la vida cristiana y un proyecto concreto de transformación
interior…
Al infundir en el corazón el amor – es decir, una nueva capacidad
de amar a Dios y a los hermanos, lo libera –al hombre - de la prisión del egoísmo; no impone sólo el
deber de hacer la voluntad de Dios, sino que inculca también el placer de
cumplirla, por lo que el hombre empieza a realizar gustosamente las cosas que
Dios le manda, ya que él mismo se siente amado por Dios. Aquí se sitúa el paso
decisivo desde la esclavitud del pecado hacia la libertad de la gracia.
Para llevar a cabo todo esto no basta el libre albedrío del hombre;
no es suficiente el esfuerzo aséptico de purificarse de las pasiones, ni el
conocimiento de la verdad, saber lo que hay que hacer. Es necesario cambiar la
misma voluntad, dar un vuelco a la orientación fundamental del corazón humano, y
esto sólo lo hace el Espíritu Santo, suscitando en el alma el amor de Dios, y
con eso el deseo de obedecerle en todo
Nadie puede
aseverar que este proceso de transformación sea algo fácil y natural, pero tampoco
nadie puede afirmar que es imposible y que no dispone de los medios de la
gracia divina para hacerlo.
Quizás vaya
siendo hora que en lugar de pedir sabiduría y honra, riquezas y gracias, nos volvamos
al Espíritu para pedirle que infunda en nosotros el amor de Dios, muy distinta
puede llegar a ser nuestra vida sin en lugar de vivir haciendo lo que toca o lo
que debemos, lo hacemos porque encontramos en ello el placer de responder al
amor que Dios nos tiene.
Entonces, sólo
entonces, podremos abandonar los ídolos de hoy.
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