Llegamos al
final del camino de esta Cuaresma 2012, el que transitamos llevando como estandarte
una consigna, ‘convertirnos por amor’. Por amor a Cristo y por el amor que
papito Dios nos tiene, que muchas veces no conocemos o en el peor de los casos
rechazamos o desperdiciamos.
El resultado
puede haber sido diverso, algunos con éxito y otros no tanto. En el segundo de
los casos, es muy probable que nuestra dureza de corazón sea la responsable.
Nuestro Padre
ha intentando de distintas formas ayudarnos a que nuestra voluntad se alinee
con la suya. Este proceso individual, ha sido y es, el de la historia del
hombre en su relación con Dios.
Ha hecho en
nuestra vida y en la de personas que conocemos y amamos, milagros, señales, prodigios
y maravillas, acompañándolos con el regalo de la fe. Sus obras están delante de
nosotros.
Ha apelado a la
razón, en aquellos que pasamos todo por su filtro.
Aún, no
logrando vencer nuestra resistencia, ha recurrido a nuestros sentimientos, tan
inestables y peligrosos cuando no los podemos encauzar.
Primero, ha
intentando que reconozcamos su amor, al enviarnos su Espíritu Santo para que
nos los transmita.
Como lo
rechazamos o lo desoímos, cuando no nos gusta lo que nos dice o nos hace ver,
ahora debe recurrir a la dramática entrega de la Pasión.
Pensemos, si
la Pasión y Muerte de Jesús no es el punto extremo que a nuestra capacidad le
es dado percibir, como lo humanamente posible de que una persona haga por otra.
El sufrimiento
de la Pasión y la dación del bien más preciado, del todo del hombre, la vida
misma, a la que tanto nos aferramos y tanto miedo nos causa cuando algún riesgo
o enfermedad la acosan.
Sin embargo, a
los discípulos, el versículo que tan bien recitamos: Tanto
amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que quien crea en él no
perezca, sino tenga vida eterna. Juan 3:16, nos está sonando a una de las noticias de las 20:00
¿Qué más
puede hacer el Padre para que percibamos su amor?
¿Te
preguntaste alguna vez, qué harías tú en su lugar?
Con un pie ya
en la Semana Santa, concentrémonos en darnos cuenta, que este tiempo que la
Iglesia nos propone para revivir los trágicos acontecimientos, en los que Dios
hecho hombre en la persona de su Hijo Jesucristo se da a sí mismo, para
demostrarnos hasta dónde llega su amor y su interés en que volvamos nuestra
mirada hacia Él, representa una nueva oportunidad que se nos ofrece para que
nos convirtamos.
Como decimos,
año a año, tenemos distintas formas de participar de las celebraciones pascuales.
Una de ellas es asistir como espectadores. Sacar un boleto en una buena ubicación
y presenciar el espectáculo como si fuera una representación de algo que no
tiene nada que ver con nosotros.
La otra, es
apropiarnos de las promesas del Padre y hacer que tanto dolor no haya sido en
vano.
Por medio del
profeta Zacarías, Yahveh nos dice:
Derramaré sobre la casa de
David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de súplica; y
ellos mirarán hacia mí, En cuanto al que ellos traspasaron, se lamentarán por
él como por un hijo único y lo llorarán amargamente como se llora al
primogénito. Zac.12:10
¿Qué momento hay más apropiado para recibir ese espíritu de gracia y de súplica?
¿Hay otro tiempo en que miremos con mayor intensidad la imagen de Jesús
colgando del madero, traspasado por nuestros pecados y omisiones, que en Semana
Santa?
Recibir el Espíritu de Gracia, depende exclusivamente de cada uno de
nosotros, de nuestra receptividad.
En este tiempo el corazón del mundo se vuelve más permeable. Hasta
los no creyentes se sensibilizan cuando escuchan el relato o asisten alguna película
o representación.
¿Está nuestro
corazón dispuesto?
Pero ¿Qué hay
de nuestra voluntad? ¿Alcanzará con largar alguna lágrima que la emoción genere?
Hermano, este
es un tiempo favorable para ofrecer en sacrificio de reparación, de propiciación
por nuestras faltas, debilidades, caprichos y omisiones, aquellas áreas de
nuestra vida que se resisten a la conversión.
Acompañemos la
entrada triunfal de Cristo a Jerusalén, cantándole Hosanna, es decir ¡sálvanos!,
pero luego no nos hagamos los distraídos cuando se nos ofrezca a sí mismo para
cumplir lo que le pedimos.
Esta es una
nueva oportunidad de que todo aquello que no queremos hacer porque la razón lo
indica o porque la fe lo exige o porque el amor lo suplica, lo hagamos aunque más
no sea por solidarizarnos con aquél que dio hasta su último aliento por cada
uno de nosotros.
Pongamos
delante de nosotros eso que urge ser cambiado en nuestra vida y con los ojos
puestos en su costado traspasado comprometámonos a llevarlo a cabo.
Pidámosle a
papito Dios que la promesa de su Espíritu sea derramada sobre nuestras vidas,
que nuestra insensibilidad sea derrotada, que la muerte de Cristo realmente nos
duela y amargue, para que muriendo con Él, podamos también resucitar en Él.
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