Como guías
de esta comunidad, uno de nuestros mayores desvelos y preocupaciones, es nuestra
propia incapacidad motivadora, para que el grupo de frutos, en calidad y
cantidad.
En
cantidad, porque vemos con tristeza, como el número de integrantes, no sólo no
aumenta, sino que el promedio de asistencias a nuestras reuniones, disminuye.
En
calidad, porque los hechos – y sobre todo los no hechos – dichos y reacciones
de los que ya hace tiempo que nos integramos, demuestran inmadurez espiritual y
falta de conversión. Si el apóstol Pablo fuera nuestro guía, nos diría como a
los corintios, los tengo que seguir alimentando con leche, porque siguen siendo
niños que no están preparados para recibir el alimento sólido. (cf. 1 Co 3:2)
Descartamos
que papito Dios tenga responsabilidad en esto, porque, qué más quisiera, que
vernos ya maduros, fortalecidos. Nos ha dado todos los recursos: los
sacramentos; la guía de nuestro pastor parroquial; su Palabra que meditamos
reunión a reunión; lugar donde reunirnos; música para alabarlo; transporte; en
fin, todo lo que necesitamos logísticamente.
Jesús,
también cumplió su tarea, nos visita cada sábado y se muestra tal cual es, de
la misma manera que hace dos mil años atrás, se mostraba a sus discípulos.
¿El Espíritu
Santo? ¿Acaso no nos visita en cada reunión y viene a orar por nosotros cuando
no sabemos cómo hacerlo? Además del descanso y la sanidad que ha venido
repartiendo como obrero incansable.
Ojalá esto
se arreglara orando y pidiendo gracias y bendiciones, porque de ser así, el
asunto ya estaría resuelto.
La
responsabilidad es toda nuestra. Primero del guía, por no saber hacer que hagan.
A continuación del grupo, por no hacer y por no exigir una mejor conducción.
Pero a
sacudirse las cenizas, de nada sirve este ‘mea culpa’ si no intentamos
revertirla.
En la búsqueda
de razones, nos encontramos con la última carta apostólica, de nuestro Pastor
Universal, Benedicto XVI, «La
puerta de la fe» donde leemos:
«Caritas Christi urget nos» (2 Co 5, 14): es el amor de Cristo el que llena
nuestros corazones y nos impulsa a evangelizar.
El compromiso misionero de los creyentes saca fuerza y vigor del descubrimiento
cotidiano de su amor, que nunca puede faltar. La fe, en efecto, crece
cuando se vive como experiencia de un
amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo. Nos
hace fecundos, porque ensancha el
corazón en la esperanza y permite dar un testimonio fecundo: en efecto, abre el corazón y la mente de los que
escuchan para acoger la invitación del Señor a aceptar su Palabra para ser
sus discípulos.
Así, la fe sólo crece y se fortalece creyendo; no hay otra
posibilidad para poseer la certeza sobre la propia vida que abandonarse, en un in crescendo continuo,
en las manos de un amor que se experimenta siempre como más grande porque tiene
su origen en Dios.
El apóstol Pablo nos ayuda a entrar dentro de esta realidad cuando
escribe: «con el corazón se cree y con
los labios se profesa» (cf. Rm 10, 10). El corazón indica que el primer
acto con el que se llega a la fe es don de Dios y acción de la gracia que actúa y transforma a la persona hasta en lo
más íntimo.
A este propósito, el ejemplo de Lidia es muy elocuente. Cuenta san
Lucas que Pablo, mientras se encontraba en Filipos, fue un sábado a anunciar el
Evangelio a algunas mujeres; entre estas estaba Lidia y el «Señor le abrió el corazón para que aceptara lo que decía Pablo»
(Hch 16, 14). El sentido que encierra la expresión es importante. San Lucas
enseña que el conocimiento de los
contenidos que se han de creer no es suficiente si después el corazón,
auténtico sagrario de la persona, no está abierto por la gracia que permite
tener ojos para mirar en profundidad y comprender que lo que se ha anunciado es
la Palabra de Dios.
«La puerta de la fe» (cf. Hch 14, 27), que introduce en la vida de
comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para
nosotros. Se cruza ese umbral cuando la
Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que
transforma.
He aquí donde
fallamos. Nos hemos concentrado demasiado en lograr que la Palabra transforme,
que sane, que convierta, que ilumine y no hemos sabido transmitir cómo abrir el
corazón a la gracia que transforma.
Nosotros, nos
sabemos y sentimos profunda e intensamente amados por papito Dios, su Palabra
nos conmueve, sus profecías nos duelen, y cuando vemos la acción del Espíritu
Santo, obrando en la comunidad, nos sigue corriendo por la espalda ese escalofrío
que sentimos el día que nos bautizó, al punto que las lágrimas mojan la barba.
¿Por qué no sabemos
transmitirlo? Contándolo no es, porque testimonio les hemos dado en abundancia.
¿Será entonces por el ejemplo? Puede ser, ustedes lo evaluarán.
Dice el Santo
Padre: Es el don del Espíritu Santo el que
capacita para la misión y fortalece nuestro testimonio, haciéndolo franco y
valeroso.
Recurramos
entonces a Él, pidámosle que capacite al guía de esta comunidad a los guías de
todas las comunidades de Belén y a todos los que las integramos, para:
1.
Recordar permanentemente el amor
con el que Dios nos atrae:
a.
La entrega de Jesucristo, con la
que confirma ese amor
b.
El lugar y la circunstancia de las
que nos rescató
c.
Lo que ha venido haciendo en
nuestra vida, desde entonces.
2.
Pero sobre todo, que nos enseñe a
transmitir su amor a los demás
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