Andando por
el camino, tratando de seguir las huellas que Cristo va dejando, nos hemos cruzado
muchas veces con otros peregrinos, con los que compartimos el viaje y luego al
tiempo dejamos de verlos.
Algunos de
ellos - como los nueve leprosos (Luc. 17:17) - una vez que encontraron alguna ‘solución’
para el problema puntual y faltos de agradecimiento, siguieron su viaje sin
mirar para atrás. Otros que al principio parecían ‘muy tocados’ al tiempo se
quedaron a un costado, quizás, pensando ‘hasta aquí llegué’, este es mi lugar
de parada.
Esta observación,
que en algún momento nos llamaba más la atención, y como que ahora nos vamos
acostumbrando, además de sacudirnos y motivarnos a actuar para revertir la
situación, si lo pensamos en forma un poco egoísta, por aquello de ‘cuando la
barba de tu vecino veas arder…’, debe ponernos en alerta, porque también a
nosotros nos puede suceder.
En otras
reflexiones, hemos trazado un paralelo entre la experiencia cristiana del
pueblo judío y nuestra evolución hacia la conversión. Como ellos, fuimos rescatados, como ellos recibimos
la Promesa y como algunos de ellos aceptamos a Cristo como maestro. Vamos hoy a
poner nuestra atención en una advertencia que Jesús les hace a los fariseos.
Leemos en la
Palabra: Cuando el espíritu impuro sale
de un hombre, vaga por lugares desiertos en busca de reposo, y al no
encontrarlo, piensa: 'Volveré a mi casa, de donde salí'. Cuando llega, la
encuentra vacía, barrida y ordenada. Entonces va a buscar a otros siete espíritus
peores que él; vienen y se instalan allí. Y al final, ese hombre se encuentra
peor que al principio. Así sucederá con esta generación malvada". Mat 12:43-45
Los rituales
judíos de exorcismo, tenían el efecto de hacer salir los espíritus del mal de
los posesos. En su creencia, estos espíritus vagaban por el desierto en busca
de un nuevo lugar donde habitar. Jesús intenta hacerles notar, que el hecho de
haber sido liberados, no les da inmunidad espiritual, a menos que la Promesa
que recibieron, habite en sus corazones y no sea sólo una apariencia de
religiosidad exterior.
Hoy, la Palabra
de Dios, y el acceso a los sacramentos, expulsan los espíritus impuros (pecados,
vicios, concupiscencia) de nuestro corazón. Siguiendo la parábola, lo barre y
la ordena.
Pero ¿qué
pasa cuando dejamos de oírla y de acceder a los sacramentos? Lo primero que sucede
es que la casa – nuestro corazón – queda vacía. He ahí el riesgo.
Refiriéndose
a este pasaje, dice San Agustín: Las palabras: "Tomó consigo otros siete
espíritus", significan que aquel que cayere de la justicia, tendrá la
hipocresía, porque expulsados los apetitos de la carne por las obras ordinarias
de la penitencia, y no encontrando donde reposar, vuelven con mayores deseos y
ocupan otra vez las almas negligentes, a fin de que la palabra de Dios, predicada
por la sana doctrina, no pueda entrar nuevamente en esas almas como habitante
de una casa limpia de toda inmundicia. Y no sólo porque habitarán en ellas los
siete vicios contrarios a las siete virtudes espirituales, sino porque fingirá
por medio de la hipocresía tener esas siete virtudes. Por eso la
concupiscencia, a fin de hacer peores los extremos de esas almas que sus
principios, vuelve acompañada de otros siete espíritus más perversos (esto es,
de los mismos siete fingimientos).
Muchas veces
cuando escuchamos a nuestros pastores y guías, que por amor y por obligación,
nos exhortan a asistir a la misa y a las reuniones de comunidad, nos sentimos
incómodos, presionados y no nos damos cuenta, que a través de ellos el Espíritu
Santo, nos está previniendo.
Cuando nos
parece que ‘nos las sabemos todas’, cuando la Palabra nos empieza a aburrir,
cuando las enseñanzas nos suenan a repetidas, cuando encontramos mejores cosas
que hacer, que reunirnos en misa o comunidad, estamos siendo expuestos a una falsa
seguridad que puede hacer que nos descuidemos y dejemos la ‘casa vacía’.
Tenemos que
tener siempre presente dónde vivimos y quién reina en este lugar, fuera de
nuestra casa. Tener presente que si nuestro corazón no lo habita Cristo, desde
el desierto pueden venir ocupantes no
deseados y que después que entren, la situación se va a complicar más que
antes.
Estos nómades
del desierto, son mucho más astutos que nosotros, no olvidemos que son ángeles,
caídos, pero ángeles al fin. Si les permitimos entrar, nos pueden llegar a
convencer de que podemos ser igualmente ‘buenos’ aunque nos apartemos de Cristo
y de su iglesia.
Finalizando
su ministerio, el apóstol Pablo le prevenía a Timoteo: Porque llegará el tiempo en que los hombres no soportarán más la sana
doctrina; por el contrario, llevados por sus inclinaciones, se procurarán una
multitud de maestros que les halaguen los oídos, y se apartarán de la verdad
para escuchar cosas fantasiosas. (2 Timoteo 4:3-4)
Quizás no
ocurra inmediatamente, que en apariencia seamos incluso mejores personas de las
que éramos. Que busquemos la justicia y el bien intelectual. Pero sin que nos
demos cuenta, alejados de la Verdad, podemos llegar a creer cualquier falsa
doctrina y actuar en consecuencia. Es en la falsa seguridad de ‘estar bien’
donde tenemos que ser más precavidos. Es a lo que San Agustín se refiere cuando
dice: fingirá por medio de la hipocresía
tener esas siete virtudes.
Vivimos en
una cultura que nos motiva permanentemente a ser personas independientes, a confiar
más en nuestros propios criterios ‘evolucionados’, en valores que se adaptan a
la necesidad de la mayoría, que en apariencia buscan nuestro bienestar. Por eso
no debemos olvidar quiénes somos (discípulos de Cristo) y hacia dónde vamos (la
patria celestial) y aunque siga siendo un misterio para nosotros, seguir
confiando en que ‘la Verdad nos hará libres’.
Pidámosle al
Espíritu Santo, que no deje de prevenirnos, que nos sacuda de nuestra comodidad
y falsas seguridades, que nos mantenga siempre atentos y velando, que no
vayamos relegando a Jesús al sótano o al altillo de nuestra casa, sino que
ocupe todas las habitaciones y nos prevenga de los intrusos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario