sábado, 1 de octubre de 2011

La casa vacía


Andando por el camino, tratando de seguir las huellas que Cristo va dejando, nos hemos cruzado muchas veces con otros peregrinos, con los que compartimos el viaje y luego al tiempo dejamos de verlos.
Algunos de ellos - como los nueve leprosos (Luc. 17:17) - una vez que encontraron alguna ‘solución’ para el problema puntual y faltos de agradecimiento, siguieron su viaje sin mirar para atrás. Otros que al principio parecían ‘muy tocados’ al tiempo se quedaron a un costado, quizás, pensando ‘hasta aquí llegué’, este es mi lugar de parada.
Esta observación, que en algún momento nos llamaba más la atención, y como que ahora nos vamos acostumbrando, además de sacudirnos y motivarnos a actuar para revertir la situación, si lo pensamos en forma un poco egoísta, por aquello de ‘cuando la barba de tu vecino veas arder…’, debe ponernos en alerta, porque también a nosotros nos puede suceder.
En otras reflexiones, hemos trazado un paralelo entre la experiencia cristiana del pueblo judío y nuestra evolución hacia la conversión. Como  ellos, fuimos rescatados, como ellos recibimos la Promesa y como algunos de ellos aceptamos a Cristo como maestro. Vamos hoy a poner nuestra atención en una advertencia que Jesús les hace a los fariseos.
Leemos en la Palabra: Cuando el espíritu impuro sale de un hombre, vaga por lugares desiertos en busca de reposo, y al no encontrarlo, piensa: 'Volveré a mi casa, de donde salí'. Cuando llega, la encuentra vacía, barrida y ordenada. Entonces va a buscar a otros siete espíritus peores que él; vienen y se instalan allí. Y al final, ese hombre se encuentra peor que al principio. Así sucederá con esta generación malvada". Mat 12:43-45
Los rituales judíos de exorcismo, tenían el efecto de hacer salir los espíritus del mal de los posesos. En su creencia, estos espíritus vagaban por el desierto en busca de un nuevo lugar donde habitar. Jesús intenta hacerles notar, que el hecho de haber sido liberados, no les da inmunidad espiritual, a menos que la Promesa que recibieron, habite en sus corazones y no sea sólo una apariencia de religiosidad exterior.
Hoy, la Palabra de Dios, y el acceso a los sacramentos, expulsan los espíritus impuros (pecados, vicios, concupiscencia) de nuestro corazón. Siguiendo la parábola, lo barre y la ordena.
Pero ¿qué pasa cuando dejamos de oírla y de acceder a los sacramentos? Lo primero que sucede es que la casa – nuestro corazón – queda vacía. He ahí el riesgo.
Refiriéndose a este pasaje, dice San Agustín:  Las palabras: "Tomó consigo otros siete espíritus", significan que aquel que cayere de la justicia, tendrá la hipocresía, porque expulsados los apetitos de la carne por las obras ordinarias de la penitencia, y no encontrando donde reposar, vuelven con mayores deseos y ocupan otra vez las almas negligentes, a fin de que la palabra de Dios, predicada por la sana doctrina, no pueda entrar nuevamente en esas almas como habitante de una casa limpia de toda inmundicia. Y no sólo porque habitarán en ellas los siete vicios contrarios a las siete virtudes espirituales, sino porque fingirá por medio de la hipocresía tener esas siete virtudes. Por eso la concupiscencia, a fin de hacer peores los extremos de esas almas que sus principios, vuelve acompañada de otros siete espíritus más perversos (esto es, de los mismos siete fingimientos).
Muchas veces cuando escuchamos a nuestros pastores y guías, que por amor y por obligación, nos exhortan a asistir a la misa y a las reuniones de comunidad, nos sentimos incómodos, presionados y no nos damos cuenta, que a través de ellos el Espíritu Santo, nos está previniendo.
Cuando nos parece que ‘nos las sabemos todas’, cuando la Palabra nos empieza a aburrir, cuando las enseñanzas nos suenan a repetidas, cuando encontramos mejores cosas que hacer, que reunirnos en misa o comunidad, estamos siendo expuestos a una falsa seguridad que puede hacer que nos descuidemos y dejemos la ‘casa vacía’.
Tenemos que tener siempre presente dónde vivimos y quién reina en este lugar, fuera de nuestra casa. Tener presente que si nuestro corazón no lo habita Cristo, desde el desierto pueden venir  ocupantes no deseados y que después que entren, la situación se va a complicar más que antes.
Estos nómades del desierto, son mucho más astutos que nosotros, no olvidemos que son ángeles, caídos, pero ángeles al fin. Si les permitimos entrar, nos pueden llegar a convencer de que podemos ser igualmente ‘buenos’ aunque nos apartemos de Cristo y de su iglesia.
Finalizando su ministerio, el apóstol Pablo le prevenía a Timoteo: Porque llegará el tiempo en que los hombres no soportarán más la sana doctrina; por el contrario, llevados por sus inclinaciones, se procurarán una multitud de maestros que les halaguen los oídos, y se apartarán de la verdad para escuchar cosas fantasiosas. (2 Timoteo 4:3-4)
Quizás no ocurra inmediatamente, que en apariencia seamos incluso mejores personas de las que éramos. Que busquemos la justicia y el bien intelectual. Pero sin que nos demos cuenta, alejados de la Verdad, podemos llegar a creer cualquier falsa doctrina y actuar en consecuencia. Es en la falsa seguridad de ‘estar bien’ donde tenemos que ser más precavidos. Es a lo que San Agustín se refiere cuando dice: fingirá por medio de la hipocresía tener esas siete virtudes.
Vivimos en una cultura que nos motiva permanentemente a ser personas independientes, a confiar más en nuestros propios criterios ‘evolucionados’, en valores que se adaptan a la necesidad de la mayoría, que en apariencia buscan nuestro bienestar. Por eso no debemos olvidar quiénes somos (discípulos de Cristo) y hacia dónde vamos (la patria celestial) y aunque siga siendo un misterio para nosotros, seguir confiando en que ‘la Verdad nos hará libres’.
Pidámosle al Espíritu Santo, que no deje de prevenirnos, que nos sacuda de nuestra comodidad y falsas seguridades, que nos mantenga siempre atentos y velando, que no vayamos relegando a Jesús al sótano o al altillo de nuestra casa, sino que ocupe todas las habitaciones y nos prevenga de los intrusos.

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