En la pasada
reunión estuvimos reflexionando acerca de las vocaciones del discípulo – humana,
cristiana y específica – y de como,
estas ‘llamadas’ necesariamente, devenían en distintas misiones, tareas que el
Espíritu nos encomienda, conforme a nuestras capacidades y posibilidades y en
orden al cumplimiento del Plan de Dios para nuestras vidas.
Hoy vamos a
tratar de discernir respecto a uno de los obstáculos con el que podemos encontrarnos
a la hora de ejecutar la misión que se nos está encomendando, el temor.
En varias
ocasiones, nos hemos encontrado con situaciones de hermanos, que habiendo recibido
gracias y dones especiales, han fracasado al momento de ponerlas en práctica, y
lo que es peor, en algunos casos, ni siquiera llegaron a empezar. Como
consecuencia el don quedó relegado, abandonado, la misión quedó sin cumplir y
el lugar que debía haber ocupado el gozo del Espíritu, lo terminó ocupando la
frustración.
En muchos de
esos casos, sin profundizar demasiado, encontramos que el obstáculo que se
presentó fue algún tipo de temor: a fracasar, a quedar en evidencia, a asumir
compromisos, a ser incompetente, al ‘qué dirán’, a perder «statu
quo», a manejar conflictos, a ir en contra de principios y paradigmas mundanos
y la lista puede ocupar toda esta hoja.
La primera
pregunta que cabe hacerse es ¿de dónde vienen los temores?
Ciertamente
no vienen de Dios. ‘En el amor no hay
lugar para el temor: al contrario, el amor perfecto elimina el temor, porque el
temor supone un castigo, y el que teme no ha llegado a la plenitud del amor’ Nosotros
amamos porque Dios nos amó primero. (1 Juan 4:18-19)
Contrariamente
a lo que muchas personas piensan, Dios no nos atrae por temor a un castigo
futuro, sino que, muy por el contrario, nos atrae con lazos de amor. (Oseas
11:4) Lo primero que debemos descartar entonces es la excusa de no actuar por
miedo a que Dios tome represalias con nosotros si nos equivocamos.
Otra excusa a
desestimar es la de no haber recibido la suficiente entereza. Muy lejos está el
discípulo de esa realidad y así Pablo se lo dijo muy claramente a Timoteo: Porque el Espíritu que Dios nos ha dado no
es un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de sobriedad. (2 Tim 1:7)
Tampoco
podemos argumentar nuestra falta de capacidad, porque aún en situaciones extremas,
Jesús nos prometió: ‘ …no se preocupen de
cómo van a hablar o qué van a decir: lo que deban decir se les dará a conocer
en ese momento, porque no serán ustedes los que hablarán, sino que el Espíritu
de su Padre hablará en ustedes.’ (Mat 10:19-20)
La soledad en
la acción, no sirve como motivo, ya que por difícil que sea el desafío, Dios
nunca nos deja solos: ¿Acaso no soy yo el que te ordeno que seas
fuerte y valiente? No temas ni te acobardes, porque el Señor, tu Dios, estará
contigo dondequiera que vayas". (Josué 1:9) No temas, porque yo te he redimido, te he
llamado por tu nombre, tú me perteneces. Si cruzas por las aguas, yo estaré contigo,
y los ríos no te anegarán; si caminas por el fuego, no te quemarás, y las
llamas no te abrasarán. Porque yo soy el Señor, tu Dios, el Santo de Israel, tu
salvador (Isa 43:1-3)
Y así podemos
seguir respondiendo a cada excusa que pongamos, con una promesa del Señor.
Quizás debamos
buscar las causas en saber si realmente creo en lo que el Señor me dice.
Porque en el
momento que creamos firmemente, no sólo con los labios, sino con el corazón
algo va a cambiar en nuestra vida.
Acaso ¿la
tarea será más fácil? Será igual de compleja y desafiante.
Entonces ¿seré
fuerte e invencible? Por supuesto que no, ni siquiera me conviene. Si soy consciente
de mis limitaciones y debilidades, estoy en mejores condiciones de dejar de
actuar por mí mismo, para que sea el Señor que actúe a través de mí.
Al apóstol Pablo le costó mucho darse cuenta
de esto, buscó afanosamente ser mejor delante de los hombres por sus propios
méritos, hasta que comprendió: ‘Tres
veces pedí al Señor que me librara, pero él me respondió: "Te basta mi
gracia, porque mi poder triunfa en la debilidad". Más bien, me gloriaré de
todo corazón en mi debilidad, para que resida en mí el poder de Cristo. (2Co
12:8-9)’
La Palabra
nos narra las gestas de muchos ‘héroes’ bíblicos. Si prestamos atención, todos
ellos tienen una característica en común, la total y absoluta dependencia de
Dios.
Concluyendo,
los temores nacen de nosotros mismos. Sus raíces no están en nuestra debilidad
sino en nuestra soberbia que no quiere exponerse a ser humillada; en nuestra
falta de amor que nos impide arriesgarnos a ser heridos en nuestros
sentimientos; en nuestro orgullo que se
resiste a la posibilidad del error que nos deje en evidencia.
Una de las acepciones de la palabra temor (3) según la RAE es ‘Recelo de un
daño futuro’. En el lado opuesto está la esperanza, que según nuestro catecismo
(1818) ‘La virtud de la esperanza
responde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre;
asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica
para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en
todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza
eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de
la caridad.’
Si nos
atrincheramos en nuestras propias fortalezas es mucho más probable que nos
volvamos vanos o amargados, porque como bien dice el poema Desiderata, ‘siempre
habrá personas más grandes y más pequeñas que tú’.
Sin
embargo, si le hacemos caso al salmo: Encomienda al Señor tu camino;
confía en él, y él actuará. (Sal 37:5) quizás algún día, también nosotros podamos decir como Pablo: ‘Todo lo puedo en Cristo que me fortalece’
(Fil. 4:13)
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