sábado, 24 de septiembre de 2011

El obstáculo del temor


En la pasada reunión estuvimos reflexionando acerca de las vocaciones del discípulo – humana, cristiana y específica –  y de como, estas ‘llamadas’ necesariamente, devenían en distintas misiones, tareas que el Espíritu nos encomienda, conforme a nuestras capacidades y posibilidades y en orden al cumplimiento del Plan de Dios para nuestras vidas.
Hoy vamos a tratar de discernir respecto a uno de los obstáculos con el que podemos encontrarnos a la hora de ejecutar la misión que se nos está encomendando, el temor.
En varias ocasiones, nos hemos encontrado con situaciones de hermanos, que habiendo recibido gracias y dones especiales, han fracasado al momento de ponerlas en práctica, y lo que es peor, en algunos casos, ni siquiera llegaron a empezar. Como consecuencia el don quedó relegado, abandonado, la misión quedó sin cumplir y el lugar que debía haber ocupado el gozo del Espíritu, lo terminó ocupando la frustración.
En muchos de esos casos, sin profundizar demasiado, encontramos que el obstáculo que se presentó fue algún tipo de temor: a fracasar, a quedar en evidencia, a asumir compromisos, a ser incompetente, al ‘qué dirán’, a perder  «statu quo», a manejar conflictos, a ir en contra de principios y paradigmas mundanos y la lista puede ocupar toda esta hoja.
La primera pregunta que cabe hacerse es ¿de dónde vienen los temores?
Ciertamente no vienen de Dios. ‘En el amor no hay lugar para el temor: al contrario, el amor perfecto elimina el temor, porque el temor supone un castigo, y el que teme no ha llegado a la plenitud del amor’ Nosotros amamos porque Dios nos amó primero. (1 Juan 4:18-19)
Contrariamente a lo que muchas personas piensan, Dios no nos atrae por temor a un castigo futuro, sino que, muy por el contrario, nos atrae con lazos de amor. (Oseas 11:4) Lo primero que debemos descartar entonces es la excusa de no actuar por miedo a que Dios tome represalias con nosotros si nos equivocamos.
Otra excusa a desestimar es la de no haber recibido la suficiente entereza. Muy lejos está el discípulo de esa realidad y así Pablo se lo dijo muy claramente a Timoteo: Porque el Espíritu que Dios nos ha dado no es un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de sobriedad. (2 Tim 1:7)
Tampoco podemos argumentar nuestra falta de capacidad, porque aún en situaciones extremas, Jesús nos prometió: ‘ …no se preocupen de cómo van a hablar o qué van a decir: lo que deban decir se les dará a conocer en ese momento, porque no serán ustedes los que hablarán, sino que el Espíritu de su Padre hablará en ustedes.’ (Mat 10:19-20)
La soledad en la acción, no sirve como motivo, ya que por difícil que sea el desafío, Dios nunca nos deja solos:  ¿Acaso no soy yo el que te ordeno que seas fuerte y valiente? No temas ni te acobardes, porque el Señor, tu Dios, estará contigo dondequiera que vayas". (Josué 1:9)  No temas, porque yo te he redimido, te he llamado por tu nombre, tú me perteneces. Si cruzas por las aguas, yo estaré contigo, y los ríos no te anegarán; si caminas por el fuego, no te quemarás, y las llamas no te abrasarán. Porque yo soy el Señor, tu Dios, el Santo de Israel, tu salvador (Isa 43:1-3)
Y así podemos seguir respondiendo a cada excusa que pongamos, con una promesa del Señor.
Quizás debamos buscar las causas en saber si realmente creo en lo que el Señor me dice.
Porque en el momento que creamos firmemente, no sólo con los labios, sino con el corazón algo va a cambiar en nuestra vida.
Acaso ¿la tarea será más fácil? Será igual de compleja y desafiante.
Entonces ¿seré fuerte e invencible? Por supuesto que no, ni siquiera me conviene. Si soy consciente de mis limitaciones y debilidades, estoy en mejores condiciones de dejar de actuar por mí mismo, para que sea el Señor que actúe a través de mí.
 Al apóstol Pablo le costó mucho darse cuenta de esto, buscó afanosamente ser mejor delante de los hombres por sus propios méritos, hasta que comprendió: ‘Tres veces pedí al Señor que me librara, pero él me respondió: "Te basta mi gracia, porque mi poder triunfa en la debilidad". Más bien, me gloriaré de todo corazón en mi debilidad, para que resida en mí el poder de Cristo. (2Co 12:8-9)’
La Palabra nos narra las gestas de muchos ‘héroes’ bíblicos. Si prestamos atención, todos ellos tienen una característica en común, la total y absoluta dependencia de Dios.
Concluyendo, los temores nacen de nosotros mismos. Sus raíces no están en nuestra debilidad sino en nuestra soberbia que no quiere exponerse a ser humillada; en nuestra falta de amor que nos impide arriesgarnos a ser heridos en nuestros sentimientos;  en nuestro orgullo que se resiste a la posibilidad del error que nos deje en evidencia.
Una de las acepciones de la palabra temor (3) según la RAE es ‘Recelo de un daño futuro’. En el lado opuesto está la esperanza, que según nuestro catecismo (1818) ‘La virtud de la esperanza responde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad.’
Si nos atrincheramos en nuestras propias fortalezas es mucho más probable que nos volvamos vanos o amargados, porque como bien dice el poema Desiderata, ‘siempre habrá personas más grandes y más pequeñas que tú’.
Sin embargo, si le hacemos caso al salmo: Encomienda al Señor tu camino; confía en él, y él actuará. (Sal 37:5) quizás algún día, también nosotros podamos decir como Pablo: ‘Todo lo puedo en Cristo que me fortalece’ (Fil. 4:13)

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