El termino
vocación ha tomado diversos significados en la cultura contemporánea, poniendo
siempre en el centro, con diversas modalidades, a la persona. Por vocación, en
lo seglar, se entiende en primer lugar el “proyecto de vida” que elabora cada
uno sobre la base de sus múltiples experiencias y en la confrontación con un
sistema coherente de valores que dan sentido y dirección a la vida del
individuo.
Desde la
visión del discípulo:
La palabra
vocación viene del latín “vocare” que quiere decir “llamar”. Dios se comunica
constantemente con nosotros porque nos ama, así como nosotros nos comunicamos
con mayor frecuencia con las personas
que amamos. Por tanto, la vocación es un llamado permanente de Dios a descubrir
su amor y realizarnos plenamente en la respuesta a ese llamado de amor.
Cuando se
toma conciencia de ese llamado, la vida adquiere un sentido nuevo: se deja de
atender sólo a gustos e intereses personales y se acude a las necesidades de
los demás. La vocación exige un salir de sí mismo y descubrirse como alguien
llamado al servicio, ya que no puede haber plena realización sin
servicio.
La vocación
es el pensamiento providente de Dios sobre cada persona, es su proyecto, como
un sueño que está en el corazón de Dios porque ama vivamente a la persona. Como
está en el corazón de Dios es un misterio, este misterio envuelve a cada
persona partiendo de su realidad, es una llamada que Dios hace día con día esperando
una respuesta y un compromiso a una misión específica.
La vocación
se desarrolla en tres niveles:
Primer Nivel:
Vocación Humana
Cada hombre
es un ser único e irrepetible, llamado por Dios a la existencia en un proceso
de maduración que se descubre como persona, lleno de posibilidades y
potencialidades, con limitaciones y necesidades. Este proceso se realiza en
relación consigo mismo, con Dios, con los demás y el mundo que le rodea.
Segundo
Nivel: Vocación Cristiana
El hombre
llamado a la vida, descubre además un llamado a la fe, que es adentrarse a la
aventura de un Dios que se le revela en su caminar. Por este segundo llamado
descubre que Dios es Padre y que le llama por Jesucristo para ser su hijo en
una vida de santidad.
Tercer Nivel:
Vocación Cristiana Específica
El llamado a
la fe implica una adhesión consciente a Cristo, ya que el encuentro con él transforma
a la persona, de manera que el ser cristiano no puede darse de forma abstracta
o etérea, sino que pide situarse en una forma de ser cristiano concreto: como
laico, como consagrado, como misionero o como ministro ordenado. Así, el
proceso de madurez humana y cristiana, se desenvuelve en un compromiso gradual
dentro de la Iglesia para el mundo.
La vocación
tiene tres elementos fundamentales que no debemos ignorar, a saber: la llamada,
la respuesta y la misión.
La llamada: es un regalo de Dios que
nos da a todos los hombres y mujeres personalmente desde nuestra realidad. Esta
llamada es iniciativa de Dios, gratuita y amorosa, es personal, por lo tanto es
única.
La respuesta:
es la disponibilidad ante Dios que llama. Esta respuesta debe de ser personal,
libre, consiente y responsable, para que la persona desarrolle un compromiso
total al seguimiento de Jesús.
La misión:
es la tarea que el Espíritu nos encomienda. La misión toma rasgos específicos
de cada uno de los convocados de la Iglesia y en las diversas situaciones
históricas, siempre en orden a construir el reino de Dios en el mundo. La
misión se desarrolla en la sociedad.
Como
personas, cada uno de nosotros hemos sido llamados a integrar la plantilla de
trabajo en la obra de la Divina Providencia (CIC 306 ss) y esa es la primera
respuesta que debemos dar.
Como
discípulos, iniciamos el camino tras las huellas de Cristo, que al pasar por nuestro lado nos dice ‘Ven y
sígueme’
Quienes
integramos esta comunidad carismática, parece ser, que hasta ahí lo tenemos
claro, aunque a veces, nuestras debilidades y nuestras penas, nos hagan faltar
al trabajo, o permitan que por momentos nos salgamos del camino, o nos quedemos
a un costado, cansados, desesperanzados.
Lo que no
resulta tan claro a veces, es nuestro rol misionero. En ocasiones nos cuesta
discernir, la tarea que el Espíritu nos encomienda, que nos lleva a un accionar
concreto que contribuya al crecimiento del Reino, veamos algunas pautas a tener
en cuenta.
·
Todos tenemos carismas – ‘En cada
uno, el Espíritu se manifiesta para el bien común’ (1 Co 12:7) – Así que
ninguno de nosotros puede decir yo no tengo nada para dar.
·
Somos administradores de los dones
y carismas que Dios nos ha encomendado por medio del Espíritu Santo. No nos
pertenecen, nos han sido entregados para que de ellos obtengamos frutos. No nos
es aceptada la respuesta del servidor inútil de la parábola de los talentos –
como tuve miedo, no hice nada.
·
Hay carismas más evidentes que
otros, que se destacan más en la asamblea, pero no los hay mejores y peores. Todos
son necesarios, importantes y todos tienen que estar subordinados al mayor de
los carismas que es el amor. La Palabra pone en la misma jerarquía al que
preside la comunidad que al que comparte sus bienes y tiene misericordia. (Rom.
12:6-8)
·
Cada uno de nosotros, se complace,
por alguna aptitud o competencia que a sí mismo se reconoce. Es en ella en la
que debemos poner atención, pensar de qué forma podemos ponerla al servicio de
la comunidad. Cuando no se pone a trabajar, a producir, lo más probable es que
termine ahogándose a sí misma en su propia vanidad. Como nos exhorta nuestro pastor
‘quien tiene un don, tiene una misión’
·
Es menester identificar esas
aptitudes y ofrecerlas, primero a Dios, para que Él nos ilumine y nos oriente
en su disposición, luego a la comunidad, hablarlo con el pastor, con el guía de
la comunidad para tratar de ponerlas a producir.
En cuanto al llamado: en muy raras ocasiones Dios llama desde los acontecimientos espectaculares.
Lo más frecuente es que nos llame desde el ambón, desde el púlpito del celebrante,
desde la convocatoria del guía. Por eso debemos agudizar nuestro oído
espiritual para que su voz no se pierda en medio del ruido ambiente en el que
estamos permanentemente inmersos
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