La semana pasada abordamos el tema de la falta de capacidad para recibir
y/o dar afecto de quienes y a quienes nos relacionamos. Mencionamos que esta
falla en nuestra salud, en algunos casos podría encontrar su origen en alguna
herida del alma, a la que la sicología y la oración por la sanidad interior y
la sanidad intergeneracional, pueden ayudar a sanar.
Esos casos, obviamente necesitan una atención personal, la asistencia
profesional y la atención pastoral. Hay otras situaciones que no devienen de
estas circunstancias, sino que están relacionadas con nuestros hábitos y
prejuicios, para los cristianos, áreas de nuestra vida en las que nos hemos
atrincherado impidiendo que Cristo entrara en ellas. Sobre ellas queremos reflexionar
en el día de hoy.
Desde el principio Dios padre concluyó en que no era bueno que el ser
humano estuviera solo (Gen 2:18) y desde entonces, por sabiduría o por
instinto, nos hemos organizado en familias – en el sentido amplio de conjunto
de personas – de cuya sinergia nos hemos venido beneficiando ya sea para
levantar un hogar, para crecer física e intelectualmente, para crecer en la fe,
para producir bienes y servicios, para tener un arraigo, etc.
En todos estos grupos de afinidad - la familia propiamente dicha, la
iglesia, la comunidad, la empresa en la que trabajamos, el estado - hay redes
de cohesión, algunas indirectas, como el interés común, pero las hay directas y
muy fuertes, como los afectos. Sin ellos, estos grupos no hubieran llegado a
ser lo que hoy son, si hubieran quedados librados a las leyes egocentristas del
mundo. Esos vínculos afectivos, que no
aprendimos, sino que heredamos, no hay duda que fueron impresos por Dios mismo,
en nuestro yo.
Al contrario, al enemigo, que anda como león rugiente buscando a quien
devorar, le conviene aislarnos, acorralarnos en nuestros propios egoísmos, para
una vez indefensos y débiles seamos presas más fáciles para cumplir su objetivo.
Entonces, si los afectos son buenos para nosotros y para los demás, si nos
alimentan, nos hacen crecer y madurar emocionalmente, nos dan equilibrio y
seguridad, ¿por qué rehuimos de ellos o nos excedemos con ellos?
Sin duda que hay muchas respuestas a esta pregunta. Una de ellas es el
miedo. Tener miedo a darse a los demás o miedo al compromiso de recibir de los
demás. Esto nos lleva de nuevo a plantearnos, ¿miedo a qué y por qué?
Puede ser miedo a ser herido. Es curioso ver como personas que son
resueltas, osadas, que no reparan en su cuidado físico cuando se la tienen que
jugar por un ideal, que no le duelen prendas cuando de defender una causa
considerada como justa se trata, se amilanan tanto, ante la posibilidad de ser
heridas en sus sentimientos y afectos.
Puede ser miedo al fracaso, a quedar en evidencia de no ser correspondido.
Y ¿qué hay de los excesos? Así como en un extremo, tenemos a los
introvertidos afectivos, en el otro encontramos, personas demasiado
demandantes, que pasan por la vida exigiendo y reclamando afectos y
reconocimiento, y cuando no lo consiguen, o lo que obtienen no cubre sus
excesivas demandas, se frustran y no logran disfrutar lo que para cualquier
otra persona es una suficiente y adecuada respuesta afectiva.
Aunque parezca paradójico, ambos extremos pueden tener una causa en común,
que es el egoísmo. Egoísmo en cuanto a: Inmoderado y excesivo amor a sí mismo,
que hace atender desmedidamente al propio interés, sin cuidarse del de los
demás (RAE)
El Espíritu Santo nos recomienda, por medio del apóstol Pablo: no se
estimen más de lo que conviene; pero tengan por ustedes una estima razonable
Rom 12:3
Cuando nos concentramos demasiado en nosotros mismos, nos atrincheramos de
tal manera que nos olvidamos a quien seguimos. Los discípulos seguimos a un
hombre que camina cargando una cruz, no porque le gustase, sino porque de esa
manera hace menos pesada la carga de todos los demás.
Los discípulos seguimos a alguien que el mundo mira como un fracasado,
porque considera que en el colgar de una cruz no puede haber ganancia. Lo
hacemos porque sabemos que ese final no es una victoria a lo Pirro, sino que en
la entrega total se consigue la vida total, la gloria total, la bendición
total.
Nos podremos esconder en la mayoría o en nuestras soledades, haciendo o
diciendo lo que los demás hacen, para no comprometernos, para tratar de pasar
desapercibidos, para que sean otros los que paguen el precio de tomar
decisiones. Para salvar nuestra imagen y pasar desapercibidos. Pero eso no es
lo que Cristo quiere de nosotros.
Él nos quiere ver comprometidos, jugados, quiere que seamos verdaderos
agentes de cambio. Nos enseñó que lo que aprendimos de Él lo proclamemos desde
lo alto de las casas (Mat 10:27) a que la ‘luz’ que hay en nosotros brille
delante de los ojos de los demás (Mat 5:16).
En el discípulo no cabe la falta de compromiso, el aislamiento, el
alejamiento.
Ahora bien ¿cómo vencer al egoísmo?
Todo lo que deseen que los demás hagan por ustedes, háganlo por ellos: en
esto consiste la Ley y los Profetas. (Mat 7:12)
Sólo corriendo el eje de atención de nosotros al otro, lo podremos lograr.
No hay amor más grande que dar la vida por los amigos (Juan 15:13) Y a ese amor
estamos llamados.
Entre los misterios que nos cuestan comprender hay uno que nos revela que
mientras el desarrollo del hombre común tiende a obtener y conservar, el
cristiano tiende a trascender cuando da y se desprende. De hecho, en nuestro
camino van quedando como mojones aquellas cosas de las cuales nos vamos
despojando, hasta llegar al final donde nos despojamos hasta de nuestro propio
cuerpo.
Cuanto menos pongamos la atención en nosotros, menos posibilidades de ser
heridos tendremos. Cuanto menos nos importe ser defraudados por los demás, más
posibilidades tenemos de ser reconocidos por el Padre. Cuanto menos esperemos
recibir de los demás, mucho más disfrutaremos lo poco o mucho que recibimos.
Pero eso cuesta, requiere ir contra la corriente que nos impulsa y nos
motiva constantemente a ser más, a tener más, a disfrutar más, a exponernos
menos. Sólo hay una manera de enfrentar nuestros instintos egocéntricos y Cristo
nos dio la fórmula: lo que hagamos por los demás por Él mismo lo estamos
haciendo (Mat 25:40) Es decir, cada vez que nos cueste darnos, cada vez que nos
duela no recibir, cada vez que nos falte el compromiso, veamos en el otro al propio
Cristo y recordemos todo el amor, todo el afecto, toda la entrega que nos hace.
A veces cuando escuchamos a Jesús diciéndonos
que quien pierde la vida por Él la encontrará (Mar 8:35), pensamos en los mártires,
en los servidores, en los consagrados. Quizás deberíamos pensar también, en que
podemos tener una mejor calidad de vida hoy, si nos preocupamos un poco menos
de nosotros, que hay otra vida para nosotros que está más allá de la punta de
nuestra nariz.
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