Ser
beneficiario del cariño y la aprobación de los demás, tener personas a quienes
ofrecer afecto, protección y ternura y ser reciprocado por ellas, resulta muy
importante para la salud. Sin embargo, hay personas con diversos grados de
incapacidad para implicarse en el mundo de las emociones; y hay personas
francamente incapaces hasta de entender qué es el mundo de los afectos. En este
contexto emerge formalmente el concepto de invalidez
afectiva, del que tratamos en el presente trabajo.
El
inválido afectivo es aquel con poca o nula capacidad de dar cariño, amor o
afecto, de recibirlo, e incluso, incapaz para aprender a darlo o recibirlo.
Empecemos
por la incapacidad para recibir o saber apreciar el afecto. Se trata de
personas eternamente insatisfechas desde lo emocional, convencidas de que
¡nadie las quiere!, a pesar de que a su alrededor tienen personas que se ocupan
de él o ella y para quienes no es indiferente, pero a los cuales les reclama
más y más, y les reprocha y les culpa por no quererle.
En
aparente paradoja, estas personas son incapaces de dar afecto convincente a
aquellos a los que constantemente está evaluando, y raramente aprobando. Para
estos individuos tal vez la dificultad radique en sus propias dudas acerca de
su valía como personas dignas de ser amadas.
Sólo a
modo de ilustración: no llega de igual manera a este mundo la criatura que fue
muy deseada, que aquella criatura que
llega de manera inesperada o indeseada, o aquella que llegó como “gancho” para
supuestamente sostener una relación –que ninguna criatura es capaz de
sostener–, o aquella a la que le “toca” llegar en un muy disfuncional sistema
emocional. Cualquiera de estas últimas variantes deviene terreno fértil para
las discapacidades emocionales o afectivas. Y probablemente en ello radica la
fundamentación del viejo aforismo –del cual no quiero hacerme vocero absoluto
por su carácter fatalista en un mundo tan complejo como el de los afectos– de
que “quien no ha recibido afecto es incapaz de transmitirlo y ni siquiera sabe
valorarlo cuando lo tiene”.
Pero hablemos
también un poco de la incapacidad para dar afecto, porque hay personas que sí
sienten afecto legítimo por el otro o la otra, pero son incapaces de
manifestarlo, lo que –no nos equivoquemos– para aquel o aquella es como si no
se sintiese. Pues para que el afecto sea percibido es deseable que se exprese
de manera evidente, que el otro o la otra se dé cuenta que es beneficiario del
cariño y aprecio de aquel. Para transmitir legítimo afecto se requieren
acciones concretas: tocar, acariciar, besar, mirar, hablar, saber estar
presente en el momento justo, es decir, manifestaciones afectivas. La
incapacidad de demostrar cualquiera de estas acciones es también una forma de
invalidez afectiva.
Tomemos como
ejemplo el contacto físico. No olvidemos que la piel es el órgano que mayor
espacio físico ocupa en el cuerpo, y en su totalidad media en la relación
física de la persona con la realidad externa. ¿No conoce usted personas que
parecen establecer una enorme barrera ante el contacto físico y es como si
fueran de “alambre” de tan rígidos que se ponen? Y sin embargo, ¡cuán
importante es el fácil y suave, a la par que expresivo, contacto cuerpo a cuerpo
para intercambiar afectividad! ¿No se ha topado usted con personas que parecen
tener “manos planas” y no saben tocar o
acariciar a sus congéneres, aún queriendo?
Al respecto
hablaba Perls acerca de la importancia de las caricias que enriquecen la vida de
las personas, en una linda metáfora que dice: “a aquel que no recibe caricias
se le seca el espinazo”. Tal vez debió añadir que no menos se seca aquel que es
incapaz de transmitirlas. Acercándonos desde las frases de Perls al refranero
popular al referir que “el rostro es espejo del alma”, ¿no coincide conmigo el
lector en que, en realidad, el rostro de personas con una afectividad lacerada
parece expresar fehacientemente toda su sequedad emocional? ¿No ha visto o
conocido personas, no importa el momento del ciclo vital en que se encuentren,
cuya amargura o acidez emocional transfigura sus hermosos rostros dándoles una
triste expresión de “limoncito arrugado”? ¿No serían las caricias un buen
“antibiótico” para la poderosa y corrosiva “bacteria” de la invalidez afectiva
en cualquiera de sus manifestaciones? ¿No asusta pensar que por su carácter
altamente contagioso este fenómeno se puede convertir en epidemia? ¿No es
legítimo asumir que la invalidez afectiva no tiene por qué ser crónica y algo
se puede y debe hacer, al menos para mejorarla?
Introducción tomada del artículo del Dr. Dr. Miguel A. Roca
Nuestro
papito Dios nos ha demostrado su preocupación por nuestra sanidad afectiva
desde los tiempos de los profetas, cuando intentaba transmitirnos con palabras
el afecto que quiere hacernos sentir.
Por medio
de Oseas nos hizo saber que: era para ellos (nosotros) como los que alzan a
una criatura contra sus mejillas, me
inclinaba hacia él y le daba de comer. 11:4 Mi corazón se subleva contra mí y se enciende toda mi ternura 11:8
Luego, como fuimos incapaces de entender y recibir ese afecto, nos amó
desde el corazón humando de Jesús, de quien tenemos testimonios, no se cuidó de
ocultar su afectividad con quienes compartió su tiempo terrenal.
Tan grande es su demostración afectiva que conociendo nuestras limitaciones
espirituales, se dejó a sí mismo en la Eucaristía para poder tener un contacto
físico con nosotros cada vez que queramos tenerlo.
La sicología puede ayudar a destrabar los problemas de invalidez afectiva,
pero hay lugares donde la ciencia del hombre no llega y sólo nuestro Padre
puede acceder, allí en las ‘entre pieles’
del alma, es donde vive la bacteria de la invalidez afectiva.
Por eso es necesario que le permitamos entrar hasta ese punto, para que con
el sutil toque del Espíritu Santo podamos ser sanados.
De esto puede depender, no sólo la sanación de una persona, sino su propia
salvación. La incapacidad de dar y/o recibir afecto puede convertirse en la
incapacidad de ‘sentir’ el amor de nuestro papito Dios, lo que a su vez puede
devenir en el alejamiento de su lado.
Alguien dijo alguna vez que las manos de Dios son nuestras manos, podríamos
agregarle que la piel de Dios es nuestra piel, cuando de afectividad se trata.
Por lo tanto permitámonos transmitir, eficazmente, a los demás el amor de Dios
que fluye a través de nosotros y seamos receptores sensibles del amor de los
demás para hacérselo llegar a nuestro Padre.
Si así no fuera, pidámosle al Padre que por el ejemplo de Jesucristo y la
acción del Espíritu Santo, seamos sanados en esta área tan importante para
nuestra calidad de vida.
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