sábado, 13 de agosto de 2011

Invalidez afectiva


Ser beneficiario del cariño y la aprobación de los demás, tener personas a quienes ofrecer afecto, protección y ternura y ser reciprocado por ellas, resulta muy importante para la salud. Sin embargo, hay personas con diversos grados de incapacidad para implicarse en el mundo de las emociones; y hay personas francamente incapaces hasta de entender qué es el mundo de los afectos. En este contexto emerge formalmente el concepto de invalidez afectiva, del que tratamos en el presente trabajo.
El inválido afectivo es aquel con poca o nula capacidad de dar cariño, amor o afecto, de recibirlo, e incluso, incapaz para aprender a darlo o recibirlo.
Empecemos por la incapacidad para recibir o saber apreciar el afecto. Se trata de personas eternamente insatisfechas desde lo emocional, convencidas de que ¡nadie las quiere!, a pesar de que a su alrededor tienen personas que se ocupan de él o ella y para quienes no es indiferente, pero a los cuales les reclama más y más, y les reprocha y les culpa por no quererle.
En aparente paradoja, estas personas son incapaces de dar afecto convincente a aquellos a los que constantemente está evaluando, y raramente aprobando. Para estos individuos tal vez la dificultad radique en sus propias dudas acerca de su valía como personas dignas de ser amadas.
Sólo a modo de ilustración: no llega de igual manera a este mundo la criatura que fue muy deseada,  que aquella criatura que llega de manera inesperada o indeseada, o aquella que llegó como “gancho” para supuestamente sostener una relación –que ninguna criatura es capaz de sostener–, o aquella a la que le “toca” llegar en un muy disfuncional sistema emocional. Cualquiera de estas últimas variantes deviene terreno fértil para las discapacidades emocionales o afectivas. Y probablemente en ello radica la fundamentación del viejo aforismo –del cual no quiero hacerme vocero absoluto por su carácter fatalista en un mundo tan complejo como el de los afectos– de que “quien no ha recibido afecto es incapaz de transmitirlo y ni siquiera sabe valorarlo cuando lo tiene”.
Pero hablemos también un poco de la incapacidad para dar afecto, porque hay personas que sí sienten afecto legítimo por el otro o la otra, pero son incapaces de manifestarlo, lo que –no nos equivoquemos– para aquel o aquella es como si no se sintiese. Pues para que el afecto sea percibido es deseable que se exprese de manera evidente, que el otro o la otra se dé cuenta que es beneficiario del cariño y aprecio de aquel. Para transmitir legítimo afecto se requieren acciones concretas: tocar, acariciar, besar, mirar, hablar, saber estar presente en el momento justo, es decir, manifestaciones afectivas. La incapacidad de demostrar cualquiera de estas acciones es también una forma de invalidez afectiva.
Tomemos como ejemplo el contacto físico. No olvidemos que la piel es el órgano que mayor espacio físico ocupa en el cuerpo, y en su totalidad media en la relación física de la persona con la realidad externa. ¿No conoce usted personas que parecen establecer una enorme barrera ante el contacto físico y es como si fueran de “alambre” de tan rígidos que se ponen? Y sin embargo, ¡cuán importante es el fácil y suave, a la par que expresivo, contacto cuerpo a cuerpo para intercambiar afectividad! ¿No se ha topado usted con personas que parecen tener “manos planas”  y no saben tocar o acariciar a sus congéneres, aún queriendo?
Al respecto hablaba Perls acerca de la importancia de las caricias que enriquecen la vida de las personas, en una linda metáfora que dice: “a aquel que no recibe caricias se le seca el espinazo”. Tal vez debió añadir que no menos se seca aquel que es incapaz de transmitirlas. Acercándonos desde las frases de Perls al refranero popular al referir que “el rostro es espejo del alma”, ¿no coincide conmigo el lector en que, en realidad, el rostro de personas con una afectividad lacerada parece expresar fehacientemente toda su sequedad emocional? ¿No ha visto o conocido personas, no importa el momento del ciclo vital en que se encuentren, cuya amargura o acidez emocional transfigura sus hermosos rostros dándoles una triste expresión de “limoncito arrugado”? ¿No serían las caricias un buen “antibiótico” para la poderosa y corrosiva “bacteria” de la invalidez afectiva en cualquiera de sus manifestaciones? ¿No asusta pensar que por su carácter altamente contagioso este fenómeno se puede convertir en epidemia? ¿No es legítimo asumir que la invalidez afectiva no tiene por qué ser crónica y algo se puede y debe hacer, al menos para mejorarla?
Introducción tomada del artículo del Dr. Dr. Miguel A. Roca

Nuestro papito Dios nos ha demostrado su preocupación por nuestra sanidad afectiva desde los tiempos de los profetas, cuando intentaba transmitirnos con palabras el afecto que quiere hacernos sentir.
Por medio de Oseas nos hizo saber que: era para ellos (nosotros) como los que alzan a una criatura contra sus mejillas, me inclinaba hacia él y le daba de comer. 11:4 Mi corazón se subleva contra mí y se enciende toda mi ternura 11:8
Luego, como fuimos incapaces de entender y recibir ese afecto, nos amó desde el corazón humando de Jesús, de quien tenemos testimonios, no se cuidó de ocultar su afectividad con quienes compartió su tiempo terrenal.
Tan grande es su demostración afectiva que conociendo nuestras limitaciones espirituales, se dejó a sí mismo en la Eucaristía para poder tener un contacto físico con nosotros cada vez que queramos tenerlo.
La sicología puede ayudar a destrabar los problemas de invalidez afectiva, pero hay lugares donde la ciencia del hombre no llega y sólo nuestro Padre puede acceder, allí en  las ‘entre pieles’ del alma, es donde vive la bacteria de la invalidez afectiva.
Por eso es necesario que le permitamos entrar hasta ese punto, para que con el sutil toque del Espíritu Santo podamos ser sanados.
De esto puede depender, no sólo la sanación de una persona, sino su propia salvación. La incapacidad de dar y/o recibir afecto puede convertirse en la incapacidad de ‘sentir’ el amor de nuestro papito Dios, lo que a su vez puede devenir en el alejamiento de su lado.
Alguien dijo alguna vez que las manos de Dios son nuestras manos, podríamos agregarle que la piel de Dios es nuestra piel, cuando de afectividad se trata. Por lo tanto permitámonos transmitir, eficazmente, a los demás el amor de Dios que fluye a través de nosotros y seamos receptores sensibles del amor de los demás para hacérselo llegar a nuestro Padre.
Si así no fuera, pidámosle al Padre que por el ejemplo de Jesucristo y la acción del Espíritu Santo, seamos sanados en esta área tan importante para nuestra calidad de vida.

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