viernes, 17 de septiembre de 2010

El caballo desbocado

Por Edgardo Tambasco
Una nochecita de setiembre salgo  a tirar los desperdicios de los gusanos de seda en una quinta en frente de mi casa, como era abono nadie me iba a llamar la atención.
Me disponía a entrar a casa cuando veo a un grupo de muchachos del barrio que estaban andando a caballo.
Siento una voz que me invita a montarlo.
Yo ya había visto al pobre caballo de tiro, medio desgarbado, al que desde la mañana no le daban tregua.
Estaba mojado porque había llovido y se le notaba muy cansado.
Pero pudo más mi interés por montarlo y me subí a él.
Como era un caballo encontrado en la calle - antes sucedían esas cosas en la ciudad -  no poseía ni montura ni frenos, así que mediante ayuda monté y me aferré con mis dos manos a las crines del animal.
Como pude lo dirigí por la calle donde vivía, que era de balastro con piedras puntiagudas que asomaban peligrosamente, al llegar a la esquina lo hice girar como pude  y traté de ir manteniéndolo porque la bajada era bastante pronunciada.
En cierto momento el pobre caballo, sacando sus últimas fuerzas empezó a andar cada vez más rápido, galopando, por lo que me aferré cruzando mis brazos por su cuello, tratando de juntar las manos para no caerme. Comúnmente se dice que se desbocó.
Cuando pasé por enfrente de mis amigos, recuerdo haberles gritado:”¡¡me mato!!”. Hasta hoy siento aún en mi interior resonar los cascos cuando tomó por la calle de asfalto.
Anduvo una cuadra más subiendo a la vereda contra una columna del alumbrado público, la cual tenía un tensor de acero que la mantenía erguida.
Según diría mi padre luego:” no te degolló porque Dios es grande”.
Tomó nuevamente la calle perpendicular por la que venía – por supuesto que hacía ya rato en el que yo no tenía el control de la situación -, cuando veo venir de frente un ómnibus y el caballo que iba directamente hacia él.
En forma repentina sube, nuevamente a la vereda y mi mente empieza a trabajar a mil, veo una rama de un árbol y calculo para aferrarme a ella, pero fue más rápido el caballo que mi accionar, cayendo sobre el pasto dando varias vueltas hasta terminar contra el muro de una casa.
¡Que revolcón!
Empecé a sentir un dolor agudo en mi muñeca y me di cuenta que algo andaba mal.
Mi madre notó mi ausencia y comenzó a llamarme porque un trámite de pocos minutos  llevaba casi una hora.
Al sentir su llamado, tomé la muñeca derecha con mi otra mano para mitigar el dolor, que era tanto, que ni me daba para sacarme el pasto que había quedado pegado en mi rostro y en toda mi ropa.
Mis amigos habían llegado corriendo a donde me encontraba y habían visto desde lejos toda la situación y se reían de la misma.
Hice el camino hacia casa y en la puerta estaba mi madre que me esperaba ansiosa.
Me hizo entrar y enseguida vio que algo me pasaba – las madres se dan cuenta de todo – haciéndome notar que estaba lleno de pasto en todo mi cuerpo, denotando que me había llevado un buen revolcón.
Traté de ocultar el dolor, pero cada vez era más intenso y tuve que recurrir a los brazos de mi madre y contarle todo. Ya en ese momento comencé a sentirme más aliviado.
Me llevó al médico, y se constató una fractura de muñeca derecha y luego de que me la volvieran a su lugar, lo que me causó un gran dolor, culminaron con un blanquecino yeso.
En ese tiempo trabajaba con mi padre, haciendo operaciones con una calculadora, cosa que no pude hacer por un mes. La verdad que le compliqué la existencia.
Cuántas veces somos tentados por vocecitas que nos llevan a “subirnos” a situaciones, deseos,  que al principio parecen placenteros y se van desencadenando como caballo desbocado que no podemos controlar, los cuales nos apartan de la casa del Padre.
Cuando nos damos cuenta que estamos perdiendo la dirección de nuestra vida, que tomamos otros caminos y muchas veces puede ser tarde o nos pegamos un buen revolcón, donde quedamos enlodados, con dolor  y sentimos como otros se ríen y disfrutan viéndonos en el piso.
Porque el pecado es así, al principio es placentero y al final nos hace muchísimo daño.
Pero siempre está allí la voz del Padre que nos llama, no importando cuán lejos estemos, y nos espera a la puerta ansiosamente – como el hijo pródigo – y nos abraza porque nos ama, limpia la suciedad de nuestro corazón y da su vida por nosotros porque nadie nos ama más que El.
El pecado siempre tiene consecuencias, no sólo en uno, sino en nuestros familiares, amigos,  y nos aleja de Dios.
NO nos subamos a caballos que no podamos dirigir, donde no podemos tener el control, sabiendo que nos apartan de nuestro refugio seguro, que es la Casa del Padre.
Que sea el Señor que tome las riendas de nuestra vida y como dice el Salmo ‘El  nos hará descansar en verdes praderas’. 

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