Por Edgardo Tambasco
El mes de setiembre siempre ha sido para mi algo esperado. Los vientos que dan la sensación de limpieza van dando el presagio que los fríos se van terminando. Los brotes en las plantas, los pájaros que inician sus nidos, las flores con sus hermosos colores, que ni la paleta del más ilustre pintor ha podido igualar.
En uno de esos setiembres, cuando tenía apenas catorce años veía como los gusanos de seda que criaba en unas cajas de zapatos iban saliendo de los huevos. Eran miles, y necesitaban alimentarse.
Su comida era la hoja de mora. No era fácil encontrar un árbol en el barrio, tenía uno a unas diez cuadras de mi casa, del cual, iba pacientemente día por medio a recoger las hojitas, ya que las mismas debían estar frescas.
Cuán sabia es la naturaleza. Las primeras hojas del árbol de la mora son sumamente tiernas para que los pequeños gusanitos puedan ir degustándolas sin ningún tipo de problema.
Me encantaba verlos apresurarse a llegar a las hojas de mora una vez que las ponía en la caja. Casi en forma inmediata veía como empezaban a comer, dejando surcos a lo largo de toda la hoja, y al cabo de un rato, se podía ver a través de ella.
El tema de la limpieza llevaba su tiempo, enseguida que se notaba que los gusanitos estaban disfrutando de su banquete, tenía que sacar algunos de los que quedaban sobre las hojas ya secas y tirar lo que los pequeños desechaban, como así también, algunos que se morían.
Disfrutaba viéndolos crecer, y esperaba ansiosamente el momento en que empezaban a hacer sus capullos. Cada uno iba buscando su lugar de predilección, algunos en los ángulos de las cajas, otros sobre hojas secas.
¿Cómo sabían cuál era su momento para empezar a tejer su capullo, a sabiendas que iban a entregarse y morir para dar nueva vida?
Al poco tiempo las mariposas empezaban a surgir de aquellos capullos inertes.
Como comunidad hemos sentido el soplo del Espíritu Santo en nuestras vidas, como esas brisas de primavera, que han hecho brotar en nuestras almas hermosos frutos y nos ha regalado hermosas flores que sólo el Señor ha podido “pintar” con Su paleta magistral.
Cuándo pequeños fuimos recibiendo la palabra del Señor de parte de nuestros padres, catequistas o sacerdotes, que como hojas tiernas eran fáciles de asimilar. Y nos fuimos alimentando poco a poco, fuimos conociendo la gracia del Señor en nuestras vidas y nos fuimos robusteciendo en la fe.
En algunos casos hemos visto como muchos fueron muriendo en la fe, y por momentos uno mismo se ha visto ir palideciendo, pero el Señor ha ido limpiando nuestra casa, sacando nuestras inmundicias de ella.
Hoy nos toca también a nosotros alimentar a aquellos desnutridos en la fe, a aquellos que no conocen a Jesús.
Me imagino a Dios feliz mirándonos a cada uno de nosotros. Como vamos creciendo en la fe, y como su gracia nos va robusteciendo, y como su Palabra siempre tierna y fresca es dada a conocer.
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