¡Qué
bello y grande es conocer, amar y servir a Dios!
Todo lo demás es tiempo perdido.
Santo Cura de Ars.
I
LA VOZ QUE CLAMA EN EL DESIERTO
Utiliza
el Pastor, al que siento reflexionando en voz alta, el Salmo 51 (Sl.51:12),
pero por supuesto para titular utiliza la primera parte del versículo. No
tenemos otra opción que releer la segunda parte. En ella está el mensaje con
más fuerza. No podemos leer o analizar este texto sin el apoyo de un
Espíritu generoso que nos sostenga.
Nos
pide como sacerdote y obispo, como hombre con fe, que nos abramos al diálogo.
Que aportemos nuestro sentir ante un tema que, a quienes llevamos tiempo
tratando de aportar al Cuerpo de Cristo los pocos panes y peces que Él
necesita para hacer el milagro.
Nos plantea como el punto clave, el cambio cultural que modifica la forma de pensar, de sentir, de vivir. Parte de este cambio es constatar que la fe de nuestra gente se va enfriando, como una nueva ola glacial secularizadora, que ha penetrado en la misma Iglesia, es decir, en nosotros. Desde mi humilde punto de vista el punto clave está en ese “nosotros”. ¿Dios ha cambiado? ¿El concepto de Fe (relación del hombre para con lo que no vemos) ha cambiado? Por supuesto que no. ¿Es que el hombre, su naturaleza, su humanidad llamada a la trascendencia ha cambiado? Creo que tampoco.
No hace mucho tiempo, vivimos, en lo personal, un encuentro con el Jesucristo Vivo, el que nos hablaba, nos llamaba, se nos hacía necesario, tanto espiritualmente, como físico a través de la Eucaristía. La vivencia comunitaria era la fuerza de empuje a llevar a otros el testimonio de lo que ese Dios hacía en nosotros con el fuego del Espíritu Santo. Nos poníamos a los pies del Espíritu que nos sostendría y así enseñaríamos a los trasgresores sus caminos y los pecadores volverían a Él. (Sl. 51:13). Muchos fueron los testimonios que día a día se oían de como Dios obraba en nuestra vida. Así fuimos cambiando nuestras vidas. Pecadores ciertamente, pero con el deseo de cambio. Frutos de conversión, de vocaciones religiosas y laicales, se nos presentaban cada tanto. ¿El Espíritu Santo ha cambiado? Por supuesto que no. Solamente dejamos de escucharlo.
Aquellas palabras
de Pedro, no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído,
que tanto se nos decía por parte de nuestros pastores, que nos llamaban a dar nuestro
testimonio por las casas, los trabajos, los lugares de estudio, se convirtieron
en un silencio guardado para nuestra oración personal. Lo dichosa ola
secularizadora no es algo que se nos impuso como se plantea a nivel general, es
algo que nosotros dejamos venir, es algo de lo que formamos parte. Es real,
claro que no es un invento, pero es algo humano, algo que no viene de Dios.
Algo que es relativo y por lo tanto cambiante. Palabras que suenan llenas de
ingenuidad.
Imaginemos un grupo de pocas personas, perseguidas,
incultas, del medio más pobre del mundo rural, enfrentándose al más grande
imperio conocido, para decirles que su modo de vida, sus relaciones, sus
dioses, estaban mal. Sin el apoyo de documentos doctrinales, lugares amplios,
respetables para poder reunirse, sin una historia de logros, de radios, canales
de televisión, de Internet. ¡Cuánta ingenuidad!
Hay miles de jóvenes entregados, laicos comprometidos, hay
pastores que luchan contra la desidia, contra la prensa que busca el rating con
la mugre ajena, contra el absolutismo ideológico que se plantea a todos como la
verdad, tratando de ocultar la otra gran Verdad que hemos vivido como cierta
por tiempo. ¡Hasta nosotros llegamos a dudar cual es la verdad!
En el cierre del Concilio Vaticano II, San Pablo IV plantea
el relativismo del concepto religioso. La religión de
Dios que se ha hecho hombre, se ha encontrado con la religión del hombre que se
hace dios.
La oración
Estos temas también preocupan a los laicos que vemos la
soledad en nuestros templos, comunidades agonizantes y ausencia de niños en los
cultos, aquellos que estaban preparando su Primera Comunión y los que
perseveraban acompañados de su familia.
En busca de un motivo común a esta situación, no tengo más
remedio, aunque me resista, a viajar al tiempo aquel. Si parto de la Verdad Pétrea, de que Dios no cambia, de
que la historia eclesial ha pasado por muchas tormentas, pero con Jesús de
timonel y esto sigue así, tengo que llegar a la conclusión evidente de que soy
yo, somos nosotros, quienes hemos cambiado.
Una tarde, dando testimonio ante unos jóvenes, comenté que
mi encuentro con Jesús Vivo, fue después de días de oración, donde alabábamos a
Dios por horas. Noté que mi audiencia comenzaba a reír. ¿Días? ¿Horas? ¡Eso es
imposible! Los apóstoles esperaron en oración por nueve días y no dejaban de
orar junto a María. Allí se llenaron del fuego del Espíritu Santo (Hc.1). Adquirieron
el conocimiento, la luz sobre las verdades religiosas, la fuerza para enfrentar
a las adversidades.
Hoy asistimos a misas donde la oración, la forma de hablar
con el Jesús que decimos conocer, ser nuestro Amigo, nuestro Señor, ha pasado a
ser un ritual formal. La celebración de la misa es la oración por excelencia, o
debería. Tanto presenciales como por redes, algo nuevo a lo que nos hemos
tenido que enfrentar en estos últimos tiempos, la mesa del altar es un elemento
secundario dependiente de luces, amplificación, música, tiempos de trasmisión.
La oración como elemento aglutinante, como conversación con el Maestro, es dejada a la voluntad propia y según los tiempos que exija la ceremonia. El Ofertorio, momento donde junto al sacerdote ofrecemos los frutos del trabajo, pero donde cada uno debe ofrecer sus manos, sus proyectos, ese corazón contrito y humillado, que Dios no desprecia (Sal 51, 18-19), debería ser litúrgicamente el momento más fuerte de oración y lo ocupamos en cantos alegres y reducimos las ofrendas a Dios en el aporte económico.
La Palabra
“Desconocer la Palabra es desconocer a
Cristo”. San Jerónimo con estas pocas palabras nos da muchas respuestas a
la situación actual. El Espíritu ha inspirado a tantos escritores,
salmistas, poetas, evangelistas, para que no lo buscáramos con nuestros ojos,
sino con nuestro corazón”, nos explica San Agustín.
Esta revelación, transmitida a través de los siglos, no es una
letra muerta y anticuada, sino siempre actual, pues Dios mismo la inspiró,
habló y sigue hablando a través de ella. Sin olvidar que la Escritura es
complementada por la Tradición, y ambas custodiadas y explicadas por el
Magisterio de la Iglesia.
En el principio era el Verbo y el Verbo era Dios (Jn. 1). La Palabra de Dios es
cronológicamente, anterior a la Eucaristía. No me estoy refiriendo, por
supuesto, a la importancia de cada una, pero en la lectura divina encontramos a
Jesús Dios, lo conocemos, lo aprehendemos. Nos alimenta de un modo
complementario a recibir Su Cuerpo y Su Sangre. ¿Cómo podríamos tener un mejor
conocimiento de las verdades fundamentales de nos solicitó nuestro Cardenal,
que informarnos de lo que Él nos dice?
Nuestros hermanos evangélicos, a quienes cariñosamente refiere nuestro amigo, tienen un manejo del texto bíblico que los laicos católicos
tenemos en el debe. Nosotros tenemos el aporte del Magisterio, la Tradición,
textos de santos ejemplares y pese a eso no ponemos la Palabra en el lugar que
corresponde. Prestamos la voz, laicos y consagrados a Dios para que a través
nuestro llegue, lo mejor posible, a nuestros hermanos, pero muchas veces como
un ritual, una parte de la misa que debe hacerse.
Pero, ¿nuestra boca habla la Palabra de Dios?
No podemos dar lo que no tenemos, ¿De qué nos sirve hablar de Dios si no
tenemos a Dios en nuestro corazón? Es importante ver cómo los Padres de la
Iglesia y cada uno de los santos han tenido una íntima conexión con la
Escritura, tanto como con la Eucaristía, y cómo su mensaje era lo que habían
aprendido de la palabra. Palabra llevada y comprobada a través de la vida
misma.
La predica, el sermón, momento fundamental
durante la celebración de la misa, previa a la plegaria que traerá a Jesús
mismo a la asamblea, tiene tres actores protagonistas del momento. El
predicador, que presta su voz a Dios para decirle al pueblo lo que Él quiere
hacer llegar a sus corazones, para reflexionar, corregir, enseñar. El oyente,
el que escucha ese mensaje, que en oración debe abrir su alma a esa semilla
para que dé fruto de santidad y, en tercer lugar, pero en posición fundamental,
el Espíritu Santo que inspira a uno e ilumina al otro y hace que esa palabra
germine en ese corazón.
La Santidad
Este es otro
de los temas centrales de la Carta Pastoral. ¿De qué nos serviría conocer al
Jesús que entra en nuestra historia humana y en la personal? ¿Por qué nos
llamaría personalmente a cada uno de nosotros si no fuera para que lo busquemos,
lo sigamos? Nos anuncia, nuestro pastor, que Dios encontrará caminos de
salvación para ofrecerla a todos los hombres, pero a nosotros nos toca, en
fidelidad a la Palabra de Dios y a la enseñanza de la Iglesia, anunciar la
alegría de la fe.
Este
camino no deja de ser una lucha. En los primeros capítulos del Apocalipsis, se
nos identifica con siete iglesias de la antigüedad. En cada una se enumera
pecados sociales y personales. Haz hecho mucho, pero ya no tienes el mismo
amor que al principio, por eso recuerda de dónde has caído, vuélvete a Dios y
has otra vez lo que hacías al principio. A continuación, hace una promesa
que se repite en cada ocasión, Al vencedor le daré…
Permanente advertencia de que estamos en una guerra, habrá un vencedor y por lo tanto un perdedor. De nosotros depende en qué lado quedaremos. Somos quien elige el bando, porque esa lucha existe. De eso no hay duda.
El pecado original
nos pone en el bando de los perdedores desde el inicio, Nuestra tendencia a
hacer lo malo sabiendo lo bueno (St. 4:17), nos pone el uniforme que solo podemos
sacarnos por la Sangre y la Gracia de Jesús. Revestirnos con el Poder de lo
Alto, pero no dejaremos de participar en la lucha, de la batalla hasta el
último día. Al vencedor le daré del maná escondido y le daré una piedrecita
blanca, y un nombre nuevo. Esta cita del Apocalipsis, está grabada en el
sagrario de mi parroquia. Nuestra batalla es a favor de Cristo hecho Eucaristía
contra nuestros enemigos. A favor, y con su ayuda.
Nuestras armas no son solo la
Verdad y la Justicia, por que serían nuestra verdad y nuestra justicia si no
están basadas en el conocimiento que Jesús nos da. La Palabra y la Oración, así
como la vida en búsqueda de la Santidad nos darán la armadura necesaria para
llegar al final con la batalla ganada.
Nuestros enemigos están
ocultos, pero sabemos cómo encontrarlos. El peor está en nuestro corazón. La
lucha contra nuestras propias tendencias en la más difícil. Es la batalla de
cada día contra ese mal que nos persigue, donde debemos morir a cada rato para
que Cristo nazca en nosotros. Solo sabremos pelearla si estamos en contacto con
Él. El cristiano gana sus batallas de rodillas, con oración y conocimiento.
El otro enemigo es el
mundo, entendiendo esto como la
corrupción universal, a raíz del pecado (Gn. 6,5.12; Rm. 1,18).
La sociedad actual, como todas a través de la historia, por supuesto, tiene
miles de formas de confundir al hombre. La apatía, la desidia, es una de las
que en momentos como el de hoy, donde el aislamiento social, nos lleva a un
modo más profundo del personalismo, donde se nos ha hecho creer que el enemigo
está en el otro, a modo de un actualizado existencialismo. Sartre nos predicaba
“el infierno son los otros”, hoy lo hacen por medios de organismos
internacionales, medios de prensa y políticas humanas, las que nos ponen uno
frente al otro. El hace la tuya, inculcado con un refresco.
Tenemos que armarnos cada día más para enfrentar la lucha a los
nuevos enemigos, que no son los otros, sino los falsos profetas que nos alejan
de Cristo y su Palabra.
La misión.
Tenemos que buscar cuál es nuestra Misión dentro del Cuerpo que es
Cristo, dentro de esa Iglesia que es Pueblo de Dios en Marcha (L.G. Vaticano
II). La Carta de nuestro Pastor, nos recuerda que la misión de la Iglesia es el
anuncio eficaz de la salvación que nos ha traído Jesucristo, transformando las
estructuras según el espíritu del evangelio.
Para poder cumplir esta misión, debemos conocer nuestra misión
personal. Aquella para la que fuimos traídos al mundo, llamados por Jesús a
su Iglesia, a la que nos llama el Espíritu Santo.
Somos cuerpo, pero no todos podemos ser cabeza, ni todos podemos
ser mano (1 Co. 12). Nuestro lugar en ese cuerpo es solamente encontrado
poniéndonos a la dirección de la cabeza que es Cristo. En oración y buscando
cuales son los dones en que nos ha fortalecido el Espíritu, sabremos a qué
hemos sido llamados. Monseñor Parteli repetía: los cristianos estamos
llamados a hacer el bien, pero no todo el bien. Cada uno el suyo.
Esa misión puede ir variando, pero siempre tenemos una ante los
ojos para ser cumplida. Si estás vivo es porque aún tenés una misión para
cumplir, me dijo el Padre Bojorge. Muchas veces queremos poner nuestra
voluntad ante Dios, haciendo lo que nos gusta más o lo que nos queda más
cómodo, es lógico, nos decimos.
Muchos son los profetas que no querían serlo, que no se sentían
capaces, pero Dios siempre les dio las armas para que cumplan su misión, aun
cuando escapaban o trataban de hacerlo. Nosotros nos ocultamos de Dios, al
igual que ellos, para hacer lo que nos gusta y no lo que tenemos que hacer. Se
nos hace fácil cumplir los diez mandamientos, sin profundizar en ellos, lo que
nos hace buenos judíos, pues fueron dados al pueblo judío. Pero Jesús nos ha
dejado muchísimas órdenes que hacen difícil esta doctrina ¿quién puede
cumplirla? (Jn 6:60)
Buscando a la luz del Espíritu, en oración y conociendo las
verdades básicas de la fe, conoceremos nuestra misión y así ponernos en
sintonía con la misión de nuestra iglesia diocesana. Si no escuchamos de Dios
mismo cuál es nuestra misión, difícil será trabajar para Él.
II
RELLENEN LAS CAÑADAS, ALISEN LOS CERROS
La Vida Comunitaria.
Nadie se salva solo, necesitamos estar
unidos en nuestra comunidad para poder llegar a la meta. Entendiendo como
comunidad el mismo cuerpo de Cristo. Ningún dedo puede acercar a otro si no
está en unidad con el resto del cuerpo, nos recordaba el Padre Elizaga. Cada
miembro está unido a los otros en una comunidad de amor y con una unidad de
misión salvífica, de llevar el mensaje. Y esta unidad se entrelaza a las otras
y así hasta la Comunión de los Santos, donde unidos a la Historia de la Iglesia,
marchamos unidos como el Padre y Él están unidos.
Un ladrillo suelto en la calle se lo
lleva cualquiera, pero si el mismo ladrillo está unido a los otros con la
argamasa del amor a Jesús, la Eucaristía que nos hace uno en Cristo, no habrá
demonio que pueda robarse ese ladrillo. Así nos defendemos en la batalla, en
unidad al resto de los soldados. Quien tenga que predicar que predique, quien
tenga que orar que lo haga con fuerza, quien tenga que reparar a un hermano
herido, que aprenda como hacerlo correctamente y se ponga a trabajar. No todos
podemos hacerlo todo. Pero sí debemos hacer aquello a lo que fuimos llamados. Y
todos estaremos trasmitiendo Su mensaje al mundo.
El mejor método de estar preparados para la lucha es estar en las
filas del mejor ejército. El reconocernos pecadores, luchadores, implica la
búsqueda de ganarle a ese pecado. El sacramento de la confesión, la
reconciliación, es el mejor método de ir, inmersos en la alegría, conociendo
nuestras propias desviaciones en el camino. Es ponernos el uniforme nuevo, de
lavar las manchas que dejamos en él, para estar siempre prontos.
Reconocer nuestro propio pecado, es la mejor manera de saber en
qué estamos fallando y de conocer al enemigo. Los sacerdotes deben estar
siempre dispuestos a dar este sacramento y los laicos deben reconocer su
necesidad de acudir a él. Todos debemos orar por aquellos a quienes no se les hace
posible tener esta posibilidad a discreción.
¿Por qué el relativismo actual nos ha llevado a perder el temor de
Dios? La ignorancia generalizada lleva a pensar a muchos de nuestros hermanos,
los que no han oído el mensaje de salvación, que Jesús nos mandó dar a conocer,
que no hay valor en la salvación definitiva. Está generalizado el concepto de
que el infierno es más divertido que el Cielo. Hagamos el examen de
conciencia correspondiente y mirémonos al espejo antes de acusar a aquellos a
quienes no llevamos la Palabra. El Kerygma sigue siendo el mismo. Las verdades
esenciales también.
Muchas veces tratamos de convencer al otro con nuestra verdad,
cuando es Jesús quien mostrará la Verdad a aquellos a quienes hablemos. Es el
Espíritu Santo el que pondrá palabras en nuestra boca. Discutir es relativizar
la palabra con las ideas del otro. La Verdad no se discute, se proclama, se
vive.
Nos comenta nuestro Obispo, que una adecuada catequesis sobre
el pecado y la gracia, nos permite vivir la alegría espiritual del perdón y la
reconciliación. Por lo que no debemos entrar tanto en reflexiones
teológicas o argumentativas para que el otro entienda. Primero demos a
conocer la persona de Cristo y que Cristo continúe su obra. A nosotros nos irá
diciendo qué seguir haciendo para que la semilla dé frutos.
Si basamos nuestra fe en conceptos humanos, decisiones éticas,
reducimos el cristianismo a una gradual secularización de la salvación, nos
recuerda San Juan Pablo II. Si sacamos el dolor, la sangre derramada por nosotros
y dejamos solamente la imagen de un Jesús predicador de las bondades y el amor,
estamos perdiendo la fuerza del mensaje salvador, el mensaje por el que vale la
pena dar la vida.
El arzobispo de Río de Janeiro,
Cardenal Orani João Tempesta, advirtió que la mentalidad mundana y
funcionalista de los tiempos actuales está penetrando la vida religiosa, y
advirtió de las consecuencias negativas de ese error, que pueden llevar a un
Dios sin Cristo, un Cristo sin Iglesia y una Iglesia sin fieles.
La Comunidad Cristiana, la pequeña comunidad, la comunidad parroquial, y así sucesivamente, debe orar junta y buscar su particular espacio en el Cuerpo de Cristo, cuál es su misión particular. Y buscar a la luz de la Palabra y del Espíritu Santo cuál es su misión colectiva. De más está recordar que nuestra oración fundamental, como comunidad es la de orar por los sacerdotes. Son ellos los primeros objetivos del enemigo que busca penetrar, a través de ellos, esa mentalidad alejada de Cristo.
Alegría
Esta alegría se debe sostener en la Fe. En ser
portadores de la certeza de que Aquel en quién creemos, cumple los que nos
tiene prometido. No podemos vivir la alegría de ser cristianos si no está
basada en la persona de Cristo. Estén siempre alegres, oren sin cesar, den
gracias a Dios en toda situación, porque esta es su voluntad para ustedes en
Cristo Jesús (1Tes.5:16-18). Esta fue
siempre la primera lectura en las misas de aniversario parroquial. Con ella nos
identificamos, tanto por lo de la alegría, el agradecimiento y la alabanza a la
que nos invita. La fe es una de las tantas ayudas que el Espíritu pone a
nuestro camino. Estos términos están en plural. Es como comunidad que debemos
estar alegres, orar y dar gracias. Es la comunidad la que nos ayuda a estar
alegres y a orarle al Padre. Padre que nos hace hijos.
En nuestro camino espiritual buscamos siempre el
sentimiento de pertenencia al lugar donde se nos necesita. Debemos conocer el
para qué se nos necesita. Tenemos que reclamar la luz necesaria para saber cuál
es nuestra Misión. Es por eso que cada cristiano debe tener clara su función,
su camino a seguir en el día a día. Si cada vez que nos enfrentamos a nuestro
plan divino, nos asaltan dudas de qué es lo que tenemos que cumplir para el
bien de la Comunidad, de nuestra misión para el Reino, difícil será poder
cumplirla y menos aún poder estar alegres ante la tarea realizada. La agenda
debe estar escrita en nuestras mentes y en nuestros corazones. Solo así
podremos ir viendo nuestros avances o demoras en el Plan. Nuestro plan es
siempre llegar a la meta, la meta el Cielo. ¿Hay mayor motivo de alegría?
El llamado que nos
recuerda nuestro obispo es el de dar testimonio de esa alegría con nuestra
vida. Dar testimonio de cada intervención de Dios en nuestra vida, por pequeña
o increíble que sea. El relativo tamaño de la intervención lo pone nuestra
parte humana, no la Divinidad. Testimonio que debe ser dado a los cristianos y
a los no cristianos. Nuestra misión es dar testimonio de nuestra fe. La
aceptación del don supone la libre aceptación del camino de la fe descubierta
en el ámbito de la misma conciencia (LG 16).
¡No dejemos apagar el fuego del Espíritu, no enfriemos nuestra vida de fe! ¡Sacudámonos el laicismo que tenemos introyectado! Nos repite al final el Cardenal Sturla, No se trata de crecer en número o tener éxito según los parámetros del mundo, ni de regresar a ningún pasado glorioso sino de ser fecundos viviendo en fidelidad y alegría el desafío de ser evangelizadores en este tiempo. La Iglesia en el Uruguay es ya una realidad más pequeña. El desafío es vivir en fidelidad nuestra vocación, ser una iglesia orante, servidora y fecunda, sacramento de la salvación que Jesucristo quiere ofrecer a todos, recordando que Hay victoria en el nombre del Señor.
Servir al Señor con Alegría, es el lema elegido por él para su ordenación. Imitemos y hagamos nuestro dicho lema.
12 de Setiembre de 2021
Santísimo Nombre de María
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