A escasos días de celebrar Pentecostés, es buena cosa repasar las características que nos definen como “carismáticos católicos” con el propósito de motivarnos a vivir intensamente estos días de preparación y a mantenernos vigilantes a la espera de que se cumpla, también en nosotros, la promesa que Jesús le hizo a sus primeros discípulos.
Para ello, nos basaremos en una enseñanza del P. Raniero
Cantalamessa, como asesor eclesiástico del CHARIS (Servicio Internacional para
la Renovación Carismática Católica)
Porqué Renovación
Es necesario anteponer una premisa de carácter general para
entender la relación que existe entre el sustantivo «renovación» y el adjetivo
«carismática», y qué representa cada uno de ellos.
En la Biblia surgen claramente dos modos de obrar del
Espíritu de Dios. Existe, ante todo, la forma que podemos llamar carismática.
Consiste en el hecho de que el Espíritu de Dios viene sobre algunas
personas, en circunstancias especiales, y les otorga dones y capacidades por
encima de la capacidad humana para desempeñar la tarea que Dios espera de ellas.
La característica de este modo de obrar del Espíritu de Dios es que se da a una
persona, pero no para la persona misma, para hacerla más agradable ante Dios, sino
para el bien de la comunidad, para el servicio.
En qué consiste la vida nueva en el Espíritu
Pero ahora ha llegado el momento de bajar más a lo concreto
y ver en qué consiste y cómo se manifiesta la vida nueva en el Espíritu y en
qué consiste la verdadera «Renovación». Nos apoyamos en san Pablo y más
concretamente en su Carta a los Romanos, porque es allí donde, casi
programáticamente, se exponen sus elementos constitutivos.
Una vida vivida en la ley del Espíritu
La vida nueva es, ante todo, una vida vivida «en la ley del
Espíritu».
“No hay ninguna condena para los que están en Cristo
Jesús, porque la ley del Espíritu, que da vida en Cristo Jesús, te liberó de la
ley del pecado y de la muerte” (Rom 8, 1-2).
No se entiende qué significa la expresión «ley del Espíritu»
si no es a partir del acontecimiento de Pentecostés.
¿Qué viene a decirnos, de nuestro Pentecostés, esta
aproximación? ¿Qué significa, en otras palabras, el hecho de que el Espíritu
Santo desciende sobre la Iglesia precisamente en el día en que Israel recordaba
el don de la ley y de la alianza? Ya san Agustín se planteaba esta pregunta y
daba la siguiente respuesta. Cincuenta días después de la inmolación del
cordero en Egipto, en el monte Sinaí, el dedo de Dios escribió la ley de Dios
sobre tablas de piedra, y he aquí que cincuenta días después de la inmolación
del verdadero Cordero de Dios que es Cristo, de nuevo el dedo de Dios, el Espíritu
Santo, escribe la ley; pero esta vez no en tablas de piedra, sino sobre las
tablas de carne de los corazones.
Esta interpretación se basa sobre la afirmación de Pablo,
que define a la comunidad de la Nueva Alianza como una «carta de Cristo,
compuesta no con tinta, sino con el Espíritu del Dios viviente, no en tablas de
piedra, sino en las tablas de carne de los corazones» (cf. 2 Cor 3,3).
De golpe, se iluminan las profecías de Jeremías y de
Ezequiel sobre la Nueva Alianza: «Esta será la alianza que yo pactaré con la
casa de Israel, después de aquellos días, dice el Señor: Pondré mi Ley en su alma,
la escribiré en su corazón» (Jer 31,33). No ya sobre tablas de piedra, sino
sobre corazones; no ya una ley exterior, sino una ley interior.
¿Cómo actúa, en concreto, esta nueva ley que es el Espíritu
y en qué sentido se puede llamar «ley»? ¡Actúa mediante el amor! La ley
nueva es lo que Jesús llama el «mandamiento nuevo» (Jn 13,34). El Espíritu
Santo ha escrito la nueva ley en nuestros corazones, infundiendo en ellos el
amor: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del
Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom 5,5). Este amor, nos ha explicado
santo Tomás, es el amor con el que Dios nos ama y con el que, al mismo tiempo,
hace que nosotros podamos volverlo a amar y amar al prójimo. Es una
capacidad nueva de amar.
Hay dos maneras según las cuales el hombre puede ser
inducido a hacer, o a no hacer, cierta cosa: o por coacción o por
atracción; la ley exterior lo induce del primer modo, por coacción, con la
amenaza del castigo; el amor lo induce del segundo modo, por atracción. De hecho,
cada uno es atraído por lo que ama, sin que sufra ninguna coacción desde
el exterior. La vida cristiana debe ser vivida por atracción, no por
coacción, por amor, no por temor.
Una vida de hijos de Dios
En segundo lugar, la
vida nueva en el Espíritu es una vida de hijos de Dios. Escribe también el
Apóstol:
«Todos aquellos que son guiados por el Espíritu de Dios,
estos son hijos de Dios. Y vosotros no habéis recibido un espíritu de esclavos
para recaer en el miedo, sino que habéis recibido el Espíritu que hace hijos
adoptivos, por medio del cual exclamamos: “¡Abbá! ¡Padre!” El Espíritu mismo,
junto a nuestro espíritu, testifica que somos hijos de Dios» (Rom 8,14-16).
Esta es una idea central del mensaje de Jesús y de todo el
Nuevo Testamento. Gracias al bautismo que nos ha injertado en Cristo, hemos
sido hechos hijos en el Hijo. ¿Qué puede llevar de nuevo a la Renovación
Carismática a este campo? Una cosa importantísima, a saber, el descubrimiento
y la toma de conciencia existencial de la paternidad de Dios que ha hecho
que más de uno rompa a llorar en el momento del bautismo en Espíritu. De
derecho nosotros somos hijos por el bautismo, pero de hecho lo llegamos a ser
gracias a una acción del Espíritu Santo que continúa en la vida.
Nace el sentimiento filial. Dios, de amo se
convierte en padre. Este es el momento radiante en el que se exclama, por
primera vez, con todo el movimiento del corazón: ¡Abbá, Padre mío! Es
uno de los efectos más frecuentes del bautismo en el Espíritu. Experimentar
la paternidad de Dios significa hacer la experiencia de su amor infinito y
de su misericordia.
Una vida en el señorío de Cristo
Finalmente, la vida
nueva es una vida en el señorío de Cristo. Escribe el Apóstol:
“Si con tu boca proclamas: «¡Jesús es el Señor!», y con
tu corazón crees que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo»” (Rom
10,9).
Y de nuevo poco después en la misma Carta:
“Ninguno de nosotros, en efecto, vive para sí mismo y
ninguno muere para sí mismo, porque si vivimos, vivimos para el Señor, si
morimos, morimos para el Señor. En la vida y en la muerte somos del Señor.
9Para esto murió y resucitó Cristo: para ser el Señor de vivos y muertos” (Rom
14,7-9).
Este especial conocimiento de Jesús es obra del Espíritu
Santo: «Nadie puede decir: “¡Jesús es el Señor!”, si no es bajo la acción
del Espíritu Santo» (1 Cor 12,3).
¿Qué hay de especial, en la proclamación de Jesús como
Señor, que la hace tan distinta y determinante? Que con ella no se hace sólo
una profesión de fe, sino que se toma una decisión personal. Quien la
pronuncia, decide el sentido de su vida. Es como si dijera: «Tú eres mi Señor;
yo me someto a ti, yo te reconozco libremente como mi salvador, mi cabeza, mi
maestro, aquel que tiene todos los derechos sobre mí. Te cedo con alegría las
riendas de mi vida».
Este redescubrimiento luminoso de Jesús como Señor es quizás
la gracia más hermosa que, en nuestros tiempos, Dios ha otorgado a su Iglesia a
través de la RC.
¿Dónde está, en todo esto, el salto cualitativo que el
Espíritu Santo nos hace hacer en el conocimiento de Cristo? ¡Está en el hecho
de que la proclamación de Jesús Señor es la puerta que introduce en el
conocimiento de Cristo resucitado y vivo! No ya un Cristo personaje, sino
persona; no ya un conjunto de tesis, de dogmas (y de las correspondientes
herejías), no ya solo objeto de culto y de memoria, sino realidad viviente
en el Espíritu. Entre este Jesús vivo y el de los libros y las discusiones
doctas sobre él, corre la misma diferencia que entre el cielo verdadero y un
cielo dibujado en una hoja de papel.
Porqué Carismática
¿Qué añade el adjetivo «Carismático» al nombre de
«Renovación»? En primer lugar, es importante decir que «carismático» debe
seguir siendo un adjetivo y que no se convierta nunca en un sustantivo.
En otras palabras, se debe evitar absolutamente por nuestra parte, el uso de la
expresión «los carismáticos» para indicar a las personas que han hecho la
experiencia de la Renovación. Si acaso empléese la expresión «cristianos
renovados», no carismáticos. El uso de este nombre suscita justamente
resentimiento porque crea discriminación entre los miembros del Cuerpo de
Cristo, como si algunos estuvieran dotados de carismas y otros no.
La historia de la Iglesia está llena de evangelizadores
carismáticos, de dones de sabiduría y de ciencia (baste pensar en los doctores
de la Iglesia), de historias de curaciones milagrosas, de hombres dotados de espíritu
de profecía, o de discernimiento de los espíritus, por no hablar de dones como
visiones, arrebatos, éxtasis, iluminaciones, también ellos enumerados entre los
carismas.
Entonces, ¿dónde está la novedad que nos permite hablar de
un despertar de los carismas en nuestra época? ¿Qué estaba ausente antes? Los
carismas, desde su marco propio de utilidad común y de la «organización de la
Iglesia», fueron progresivamente circunscritos al ámbito privado y personal.
Ya no entraban en la constitución de la Iglesia.
En la vida de la primitiva comunidad cristiana los carismas no
eran hechos privados, eran lo que, unidamente a la autoridad apostólica,
delineaban la fisonomía de la comunidad. Apóstoles y profetas eran las dos
fuerzas que, juntamente, dirigían a la comunidad.
Pero es un fenómeno que se va agotando. Desaparecen sobre
todo aquellos carismas que tenían como terreno de ejercicio, el culto y la vida
de la comunidad: el hablar inspirado y la glosolalia, los llamados carismas
pentecostales. La profecía viene a reducirse al carisma del magisterio de
interpretar la revelación auténtica e infaliblemente.
Esta es la situación que el Concilio Vaticano II quiso
remediar. En uno de los documentos más importantes del Vaticano II leemos el
conocido texto:
«El Espíritu Santo no sólo santifica y dirige el Pueblo
de Dios mediante los sacramentos y los misterios y le adorna con virtudes, sino
que también distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier
condición, distribuyendo a cada uno según quiere (1 Cor 12,11) sus dones, con
los que les hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que
sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia, según
aquellas palabras: «A cada uno… se le otorga la manifestación del Espíritu para
común utilidad» (1 Cor 12,7). Estos carismas, tanto los extraordinarios como
los más comunes y difundidos, deben ser recibidos con gratitud y consuelo»
Es el modo más claro y explícito de afirmar que junto a la
dimensión jerárquica e institucional, la Iglesia tiene una dimensión neumática
y que la primera está en función y al servicio de la segunda. No es el
Espíritu el que está al servicio de la institución, sino la institución al
servicio del Espíritu.
La fe, hoy como en el tiempo de Pablo y de los Apóstoles, no
se transmite «con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con la manifestación
del Espíritu y su potencia» (cf. 1 Cor 2,4-5; 1 Tes 1,5). Si un tiempo, en
un mundo convertido, al menos oficialmente, en «cristiano», se podía pensar que
ya no había necesidad de carismas, de signos y prodigios, como al comienzo de
la Iglesia, hoy ya más. Hemos vuelto a estar más cercanos al tiempo de los
apóstoles que al de san Juan Crisóstomo. Ellos debían anunciar el Evangelio
a un mundo pre-cristiano; nosotros, al menos en Occidente, a un mundo post-cristiano.
Termina con una reflexión sobre el ejercicio de los
carismas.
Aludo a algunas de las actitudes o virtudes que más
directamente contribuyen a mantener sano el carisma y a hacer que servir «para
la utilidad común». La primera virtud es la obediencia. Hablamos, en
este caso, de obediencia, sobre todo a la institución, a quien ejerce el
servicio de la autoridad. Los verdaderos profetas y carismáticos, en la
historia de la Iglesia católica también recientemente, han sido los que han
aceptado morir a sus certezas, obedeciendo y callando, antes de ver que sus
propuestas y críticas eran acogidas por la institución.
Los carismas sin la institución están abocados al caos;
la institución sin los carismas es abocada al inmovilismo.
Otra virtud vital para un uso constructivo de los carismas
es la humildad. Los carismas son operaciones del Espíritu Santo, chispas
del fuego mismo de Dios confiadas a los hombres. ¿Cómo se hace para no quemarse
las manos con él? Esta es la tarea de la humildad. Ella permite a esta gracia
de Dios que pase y circule dentro de la Iglesia y dentro de la humanidad, sin
dispersarse o contaminarse.
La imagen de la «corriente de gracia» que se dispersa en la
masa, se inspira claramente en al mundo de la electricidad. Pero paralela a la
técnica de la electricidad está la técnica del aislante. Cuanto más alta es
la tensión y potente la corriente eléctrica que pasa a través de un cable, más
resistente debe ser el aislante que impida a la corriente provocar
cortocircuitos. La humildad es, en la RC y en la vida espiritual en general, el
gran aislante que permite que la corriente divina de la gracia pase a través de
una persona sin disiparse, o, peor aún, provocar llamas de orgullo y de
rivalidad. Jesús ha introducido el Espíritu en el mundo humillándose y
haciéndose obediente hasta la muerte; nosotros podremos contribuir a
difundir al Espíritu Santo en la Iglesia del mismo modo: siendo humildes y
obedientes hasta la muerte, la muerte de nuestro «yo» y del hombre viejo que
habita en nosotros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario