sábado, 21 de abril de 2012

¿De dónde viene lo que intentamos?


Fiel a su promesa, Jesús siempre protege a quienes envía a la misión. Un testimonio de ello lo encontramos en las primeras actividades de los Apóstoles, cuando enfrentados al Sanedrín, defendiendo la fe, pusieron en riesgo sus vidas. En esa oportunidad, utilizó la prudencia de Gamaliel para frenar la ira del concejo y sus consecuencias.

Cuando los concejeros querían matar a los apóstoles les recomendó: “… No se metan con esos hombres y déjenlos en paz, porque si lo que ellos intentan hacer viene de los hombres, se destruirá por sí mismo,  pero si verdaderamente viene de Dios, ustedes no podrán destruirlos y correrán el riesgo de embarcarse en una lucha contra Dios" Hch 5:38-39

Gamaliel, sin saberlo, estaba profetizando que la obra que Dios le encargó a su Iglesia, nadie la podría destruir, a pesar de los ataques de afuera y los errores de adentro, los históricos y los actuales.

Además del respaldo - podríamos decir “institucional” - que tenemos al pertenecer a la comunidad fundada por el propio Jesús, ¿qué otra lección, como discípulos de hoy, podemos sacar del texto?

Algunos discípulos, que respondiendo al mandato de Jesús, de comprometerse y servir, sobre todo en el propósito de multiplicar el discipulado, algunas veces, nos sentimos “presionados”,  nos frustramos, cuando no logramos percibir los resultados de nuestra tarea y nos declaramos incapaces, bajando los brazos.

Distintas pueden ser las razones que provoquen esta situación, desde una tentación, haber elegido mal el área en la quisimos servir, la improvisación, etc. Pero del texto nos surge una pregunta muy clara ¿de dónde viene lo que intentamos hacer?

Si tenemos claro que es una intención humana, que lo hacemos para “sentirnos bien”, porque moral y éticamente es buena cosa ayudar a los demás, porque creemos en algún sistema de recompensas en el que si damos vamos a recibir algo a cambio, es muy probable que lo que intentemos hacer se “destruya a sí mismo”.

La historia nos cuenta, de muchas “buenas intenciones” que han quedado por el camino o que han mutado, conservando su marca: en lo social, en lo intelectual, en lo político, filosófico, económico. No porque fueran malas en sí mismas, sino porque “venían del hombre” y por lo tanto, variables, frágiles, adaptables.

Sin embargo, si tenemos claro que lo que intentamos hacer, responde al llamado de Jesús, la seguridad es otra, porque sabemos que aquello que viene de Dios, eso permanece, es constante, porque en Él  “no hay cambio ni sombra de declinación” (Santiago 1:17).

Pero tratándose de hombres y mujeres – porque esa es la naturaleza de los discípulos – las cosas nunca son negro sobre blanco, sino que en distintos matices de gris.

Si Dios está “utilizando” alguna buena intención humana para su propósito – como en el caso Gamaliel – será de un gris oscuro. Eso ya es un asunto de nuestro Padre en el que no nos conviene meternos.

Ahora, si nosotros estamos intentando hacer lo que “viene de Dios” a nuestra manera, será de un gris más claro, pero eso sí que tendremos que revisarlo.

El apóstol Pablo – casualmente, discípulo de Gamaliel – estuvo analizando esta situación y en la primera carta a los corintios 1:18-31, nos cuenta las conclusiones a las que llegó.

Hace una primera gran clasificación de los intentos humanos por abordar las cosas divinas:
·         Los judíos que piden milagros
·         Los griegos que buscan sabiduría

¿Se mantiene esa clasificación en la realidad actual? Creemos que sí.

Algunos hermanos, caemos en el riesgo de andar buscando u ofreciendo milagros, olvidándonos que en la insondable voluntad del Padre, está establecido que es mejor creer sin haber visto, que creer por haber visto. Si los regalos de papito Dios llegan, porque los hemos visto y sabemos que existen, gloria a Él. Ahora, ¿qué pasa si no vienen?

Otros, caemos en un riesgo igual de peligroso que el anterior, y es el de tratar de entender o presentar a los demás a un dios que pueda contenerse en la razón o sabiduría humana, eso es dimensionalmente imposible. Dios no cabe en nuestros límites y si hacemos demasiada fuerza, lo más probable, es que rompamos el recipiente y se derrame la razón. Porque la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fortaleza de los hombres.

Pablo continúa explicándonos:
Hermanos, tengan en cuenta quiénes son los que han sido llamados: no hay entre ustedes muchos sabios, hablando humanamente, ni son muchos los poderosos ni los nobles.  Al contrario, Dios eligió lo que el mundo tiene por necio, para confundir a los sabios; lo que el mundo tiene por débil, para confundir a los fuertes;  lo que es vil y despreciable y lo que no vale nada, para aniquilar a lo que vale.  Así, nadie podrá gloriarse delante de Dios.

Entendamos bien lo que nos quiere decir. No es que tengamos que ser torpes, viles o faltos de instrucción, ya que quien escribe, Pablo mismo, no lo es. Se está refiriendo a la actitud de despojarnos de toda cualidad humana que intentemos poner por encima de aquél a quien anunciamos. Eso es lo que se nos pide. Ofrecemos contenido, no envase.

Si bien tenemos que saber dar razón de nuestra fe, el esfuerzo tiene que estar dirigido a que quien nos está viendo, pueda percibir aunque sea un reflejo de Cristo, quien nos esté es escuchando o nos esté leyendo, pueda recibir lo que el Espíritu Santo quiere decir a través nuestro.

Tampoco se trata de despreciar nuestra personalidad, sino de lo contrario, de trascender.

Para poder hacer lo que viene de Dios, necesariamente tenemos que conocer a Dios y para conocerlo a Él, tenemos que mirar, escuchar y conocer a Jesús. Mantengámonos unidos a la comunidad de la iglesia, donde Jesús se manifiesta. Hablemos con Él todas las veces que podamos.

A un ateo no le podemos hablar del dios que él cree que no existe, sino del Dios que conocemos, de nuestro padre que tanto nos ama.

La tarea no es sencilla, utilicemos todos los recursos a nuestro alcance. Recurramos a la asistencia del Espíritu Santo en todo lo que vayamos a hacer, presentar, escribir, decir. Asegurémonos siempre de dónde viene lo que nos está motivando.

Todo lo que puedan decir o realizar, háganlo siempre en nombre del Señor Jesús, dando gracias por él a Dios Padre (Col. 3:17)

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