Las situaciones límites, los tiempos de desierto y de
tiniebla, el miedo al dolor, al sufrimiento, a la muerte, a la pérdida de seres
queridos, son terreno fértil para que el ángel malo siembre dudas de fe, angustia
espiritual, desesperanza.
A la salida de la Pasión y Muerte de nuestro Señor, pero
mucho más a la luz de su Resurrección, en tiempos en que el Espíritu Santo se
abre camino entre la desazón y desesperanza de los discípulos, encontramos la
victoria perfecta, sobre el mal, el pecado y la muerte.
¿Tuvo nuestro Señor los mismos miedos que nosotros?, por
supuesto que sí, basta recordar la oración en el huerto de Getsemaní.
¿Humanamente, a qué recurrió para poder vencer? Sin dudas
nuestra razón no puede dar esa respuesta, pero como testigos por fe, vimos su
proceso de desapego. Primero de su familia, de la seguridad de su hogar, luego
de sus amigos y por último hasta de su propia vida.
¿Cómo entender esta renuncia si no la asociamos a una total
y absoluta confianza y adhesión a la voluntad de Dios, nuestro Padre?
Al experimentar los mismos dolores y angustias que nosotros,
quiso dejarnos el fruto de su experiencia humana, por medio del Espíritu Santo,
de quien Pablo nos narra: Y ustedes no han recibido un espíritu de esclavos
para volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos, que nos
hace llamar a Dios: ¡Abba!, es decir, ¡Padre! (Rom 8:15) Es decir, es
nuestra la decisión de aceptar o no la misma filiación que le dio a Jesús la
confianza vencedora.
S. Ignacio nos propone un ejercicio fuerte: considerar que
estoy a punto de morir y así ver lo que habría querido escoger para mi vida.
Esto es un sacudón que pretende sacarnos del letargo, para
discernir si en realidad no estoy desenfocado, si estoy perdiendo el tiempo en
cosas vanas, el orden de prioridades que vivo, quien es el primero en nuestras
vidas, si estoy creciendo en fe, en gracia y en estatura delante de Dios o si
estoy lleno de miedos que me inmovilizan, que no me dejan fluir en la vida de
la gracia, si estamos viviendo en realidad lo que decimos creer.
En el relato de la resurrección de Lázaro, Jesús nos llama
claramente a oponernos al miedo a la muerte, basados en la confianza de que Él
es la Resurrección y la Vida.
Cuando el discípulo de Cristo logra ver más allá de su
propia muerte; el enfoque de la propia existencia, relativiza su miedo a morir,
es decir el miedo o su apego a no salir de este mundo.
Profundicemos pues en este misterio que ya está operando, en
cada bautizado que busca el rostro de Dios con sincero corazón, en donde habita
el germen de la resurrección, que va aconteciendo ya desde ahora.
Todos hemos tenido a lo largo de nuestras vidas experiencias
de pasión, muerte y resurrección, reconozcámoslo con memoria agradecida y adorando.
Cada vez que hemos aceptado morir a los deseos e impulsos
del hombre viejo y dando la batalla con la armadura de la fe y hemos dejado que
Cristo venza en nosotros; la alegría y libertad interior que hemos
experimentado son anticipos de la Resurrección, de la redención de áreas de
nuestras vidas que han sido iluminadas por la luz potente del RESUCITADO (El
padre Julio decía cucharaditas de cielo), hemos estado ejercitando el desapego
y Dios mismo ha sido el entrenador.
Y volviendo al tema de la reunión pasada: el discernimiento,
que viene siendo un proceso humano por el cual convertimos nuestras
convicciones interiores en decisiones de vida y buscamos hacerlo en coherencia
y en continuidad, de modo que nuestras convicciones se concreten en decisiones
de vida más o menos trascendentes, lo que se da en dos llamadas o vocaciones:
al AMOR como dinámica de fondo, amar aquí y ahora en concreto y a estar ATENTOS
a factores exteriores (diferentes vientos y modas) y dinámicas interiores que
pueden "pervertir" nuestros discernimientos y apartarnos de la lógica
del AMOR y como hemos aprendido, a veces en formas muy sutiles e incluso
inadvertidas .
La Resurrección no fue revelada a todo el pueblo para que no
se confunda que el Reino de Cristo como un reino de este mundo.
Presentar la Resurrección a todo el público hubiera sido
como un milagro más y ya sabemos que los milagros no convirtieron, no cambiaron
a todo el mundo.
Dios va despacio con nosotros, respeta a cabalidad nuestra
libertad y nos tiene mucha paciencia e infinito amor.
Nosotros, comunidad de Cristo, hemos sido bendecidos con el
testimonio de la fe y en ese regalo viene la herramienta con su manual
incluido, de nuestro lado queda ponerla a trabajar en forma eficiente.
El miedo nos mantiene atentos, nos hace prudentes para
cuidar lo que se nos fue entregado en custodia, entre otros bienes sagrados,
nuestra vida.
El exceso de miedo, nos paraliza y nos impide actuar o
bloquea nuestra razón y sabiduría espiritual, nos pone delante de múltiples
tentaciones, incluida apostatar de la fe, renegar de Dios, caer en raíces de
amargura, desolación profunda, noches oscuras de la fe,
El sano apego ayuda también en la correcta administración de
lo que Dios nos confió. Hasta qué, el mismo que no nos nombró administradores,
nos va avisando que vayamos largando de a poco, porque los próximos tramos del
camino, será mejor andar ligeros de equipaje.
Por tanto, sin convertirnos en indiferentes, en pistas de
patinaje de hielo, donde todo resbala, sintiendo intensamente - Jesús también
lloró por su amigo, por su pueblo, por su soledad – sepamos que el desapego nos
permite poner en su justa medida, aquello a lo que nos aferramos respecto a la
propuesta de vida sin límites que el Señor nos hace.
Así como la Paz de Cristo no es la ausencia absoluta de
conflictos y tensiones, así el desapego espiritual no es la ausencia absoluta
de sentimientos ni emociones, sino un dominio propio, confiado y en calma.
¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si
pierde su vida? ¿Y qué podrá dar el hombre a cambio de su vida? (Mar
8:36-37)
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