Quienes decidimos aceptar la invitación del Señor, que, pasando por nuestra vida, nos dijo un día “Ven y sígueme” creemos que él es el Camino, la única vía, que nos lleva a Dios, nuestro Padre, la forma más segura de lograr una vida de plenitud, abundancia y trascendencia.
Con dispar resultado, cada uno, a su ritmo, en sus tiempos,
hemos ido pasando por las distintas etapas de un proceso de conversión, tan
demandante como beneficioso, adquiriendo sabiduría, nuevas formas de pensar, de
actuar, de sentir y de vivir, de desaprender para aprender, de despojarse para
adquirir, de renunciar para conseguir.
A su vez, entre quienes estamos compartiendo esta reflexión,
andando por el Camino, nos encontramos con una forma particular de recorrerlo,
con el mismo propósito el de “tener un encuentro íntimo, personal y
permanente con Jesús Resucitado” pero con un guía infalible, el Espíritu
Santo, y así, a partir de un momento de efusión espiritual, nos descubrimos
siendo parte de la Renovación Carismática Católica.
Descubrimiento que nos permite asistir a manifestaciones en
las que Dios Padre en respuesta a la intercesión del Hijo y por medio del
Espíritu Santo, regala a su pueblo, dones y carismas como instrumentos útiles
para sostenimiento, desarrollo, protección y bienestar de sí mismo, al tiempo
que lo capacitan para formas más eficientes de comunicación con él, la alabanza
y la adoración.
Entonces el camino se convirtió en corriente, una corriente
de gracia, que dinamizó nuestro andar, que hizo que aquella, que al principio
fuera una opción de vida, se convirtiera en una forma de gustar la vida, que
llenó de motivación nuestras oraciones, otrora expresadas en frases aprendidas
y seleccionadas racionalmente. Una nueva vida, ya no más seguidores, ahora
hijos de Dios.
Corriente que unas veces unió nuestras individualidades y la
potenció en la sinergia de una multitud de intercesores, y otras tantas nos
envió en solitario o de dos en dos a buscar al que estaba perdido.
Que nos permitió disfrutar de los frutos de los carismas que
nuestros hermanos generosamente pusieron al servicio de la comunidad y también
ser nosotros proveedores serviciales, con capacidades que ni siquiera sabíamos
que teníamos, ni podemos explicar cómo las adquirimos.
Que cambió un conjunto de preceptos, doctrinas y normas en
una nueva ley, “la ley según el Espíritu, el nuevo mandamiento, el del amor
sin medidas”
Que nos llevó a mar abierto, lejos de las seguridades y
comodidades de nuestras orillas, disponibles y dóciles a las novedades de Aquél
que sopla como quiere y dónde quiere.
¿En qué punto estamos hoy?
A pocos días de renovar un nuevo Pentecostés, sería bueno
visualizarnos en el camino-corriente de hoy.
Algunos de nosotros, probablemente, con más años y menos
fuerza, con menos entusiasmo – la vida cansa – estemos más quietos, quizás nos
hemos acostumbrado, acomodado.
Quizás la rutina nos ganó y las circunstancias nos estén
quitando visión. Quizás estamos más miopes espiritualmente.
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¿Qué pasó con los dones que recibimos?
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¿Nos sigue ocupando la unidad y la salud de
nuestras comunidades?
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¿Buscamos y gustamos de los tiempos de alabanza
y de adoración?
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¿Nos es necesario anunciar a Cristo y nos empuja
el afán evangelizador?
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¿El Señor nos está reclamando “despiértate tú
que duermes…”?
No importa tanto la situación actual, lo que sí importa es
nuestra disposición, nuestra voluntad, nuestras ganas de volver a renovarnos y
de revivir aquel momento en el que el camino se convirtió en corriente.
Los dones y los carismas no se perdieron, se han
transformado, han madurado, la alegría del encuentro puede no ser hoy
algarabía, pero sigue siendo placer y disfrute del alma.
Aunque pensemos que nuestras capacidades han disminuido hay
algo que nada ni nadie nos podrá quitar, y es nuestra condición de testigos.
Testigos, ya no sólo de la obra de Cristo en nuestras vidas,
también de lo que hace en la vida de los cristianos ser partícipes de esta
experiencia de vida, de esta Efusión del Espíritu, de esta renovación del
pueblo de Dios.
Que este testimonio cumpla el propósito, en nuestras vidas y
en las vidas de aquellos a los que el Señor nos presente y nos muestre para ser
su instrumento de:
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Conversión al Señor (metanoia)
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Relación personal con Cristo
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Vida comunitaria
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Unidad en el Espíritu
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Deseo de alabar y adorar a Dios Trino
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Amor a la Iglesia y respeto a sus autoridades
En fin, testimoniar de la bendición de un Camino que se convirtió
en Corriente.