sábado, 31 de marzo de 2012

Por amor o por dolor


Llegamos al final del camino de esta Cuaresma 2012, el que transitamos llevando como estandarte una consigna, ‘convertirnos por amor’. Por amor a Cristo y por el amor que papito Dios nos tiene, que muchas veces no conocemos o en el peor de los casos rechazamos o desperdiciamos.
El resultado puede haber sido diverso, algunos con éxito y otros no tanto. En el segundo de los casos, es muy probable que nuestra dureza de corazón sea la responsable.
Nuestro Padre ha intentando de distintas formas ayudarnos a que nuestra voluntad se alinee con la suya. Este proceso individual, ha sido y es, el de la historia del hombre en su relación con Dios.
Ha hecho en nuestra vida y en la de personas que conocemos y amamos, milagros, señales, prodigios y maravillas, acompañándolos con el regalo de la fe. Sus obras están delante de nosotros.
Ha apelado a la razón, en aquellos que pasamos todo por su filtro.
Aún, no logrando vencer nuestra resistencia, ha recurrido a nuestros sentimientos, tan inestables y peligrosos cuando no los podemos encauzar.
Primero, ha intentando que reconozcamos su amor, al enviarnos su Espíritu Santo para que nos los transmita.
Como lo rechazamos o lo desoímos, cuando no nos gusta lo que nos dice o nos hace ver, ahora debe recurrir a la dramática entrega de la Pasión.
Pensemos, si la Pasión y Muerte de Jesús no es el punto extremo que a nuestra capacidad le es dado percibir, como lo humanamente posible de que una persona haga por otra.
El sufrimiento de la Pasión y la dación del bien más preciado, del todo del hombre, la vida misma, a la que tanto nos aferramos y tanto miedo nos causa cuando algún riesgo o enfermedad la acosan.
Sin embargo, a los discípulos, el versículo que tan bien recitamos: Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que quien crea en él no perezca, sino tenga vida eterna. Juan 3:16, nos está sonando a una de las noticias de las 20:00
¿Qué más puede hacer el Padre para que percibamos su amor?
¿Te preguntaste alguna vez, qué harías tú en su lugar?
Con un pie ya en la Semana Santa, concentrémonos en darnos cuenta, que este tiempo que la Iglesia nos propone para revivir los trágicos acontecimientos, en los que Dios hecho hombre en la persona de su Hijo Jesucristo se da a sí mismo, para demostrarnos hasta dónde llega su amor y su interés en que volvamos nuestra mirada hacia Él, representa una nueva oportunidad que se nos ofrece para que nos convirtamos.
Como decimos, año a año, tenemos distintas formas de participar de las celebraciones pascuales. Una de ellas es asistir como espectadores. Sacar un boleto en una buena ubicación y presenciar el espectáculo como si fuera una representación de algo que no tiene nada que ver con nosotros.
La otra, es apropiarnos de las promesas del Padre y hacer que tanto dolor no haya sido en vano.
Por medio del profeta Zacarías, Yahveh nos dice:
Derramaré sobre la casa de David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de súplica; y ellos mirarán hacia mí, En cuanto al que ellos traspasaron, se lamentarán por él como por un hijo único y lo llorarán amargamente como se llora al primogénito. Zac.12:10
¿Qué momento hay más apropiado para recibir ese espíritu de gracia y de súplica?
¿Hay otro tiempo en que miremos con mayor intensidad la imagen de Jesús colgando del madero, traspasado por nuestros pecados y omisiones, que en Semana Santa?
Recibir el Espíritu de Gracia, depende exclusivamente de cada uno de nosotros, de nuestra receptividad.
En este tiempo el corazón del mundo se vuelve más permeable. Hasta los no creyentes se sensibilizan cuando escuchan el relato o asisten alguna película o representación.
¿Está nuestro corazón dispuesto?
Pero ¿Qué hay de nuestra voluntad? ¿Alcanzará con largar alguna lágrima que la emoción genere?
Hermano, este es un tiempo favorable para ofrecer en sacrificio de reparación, de propiciación por nuestras faltas, debilidades, caprichos y omisiones, aquellas áreas de nuestra vida que se resisten a la conversión.
Acompañemos la entrada triunfal de Cristo a Jerusalén, cantándole Hosanna, es decir ¡sálvanos!, pero luego no nos hagamos los distraídos cuando se nos ofrezca a sí mismo para cumplir lo que le pedimos.
Esta es una nueva oportunidad de que todo aquello que no queremos hacer porque la razón lo indica o porque la fe lo exige o porque el amor lo suplica, lo hagamos aunque más no sea por solidarizarnos con aquél que dio hasta su último aliento por cada uno de nosotros.
Pongamos delante de nosotros eso que urge ser cambiado en nuestra vida y con los ojos puestos en su costado traspasado comprometámonos a llevarlo a cabo.
Pidámosle a papito Dios que la promesa de su Espíritu sea derramada sobre nuestras vidas, que nuestra insensibilidad sea derrotada, que la muerte de Cristo realmente nos duela y amargue, para que muriendo con Él, podamos también resucitar en Él.

sábado, 24 de marzo de 2012

Interrogar a Jesús


En todas las áreas de nuestra vida, se nos presentan constantemente oportunidades de cambio al punto que se confirma aquello de que: ‘Lo único constante es el cambio’ [1]
Lo curioso es lo que hacemos con esas oportunidades.
Veamos dos ejemplos bien distintos:
El primero: Tenemos la oportunidad de cambiar de celular por uno mucho más moderno que tiene funcionalidades que no sabemos para qué sirven y que nunca llegaremos a utilizar. La mayoría de nosotros – hay excepciones – estaremos felices de hacer ese cambio.
El segundo: Se nos plantea la necesidad de cambiar algún procedimiento en nuestro trabajo, labor o tarea. Hacer de otra manera algo que por años hicimos de una determinada forma. La mayoría de nosotros – también con excepciones – nos sentimos incómodos, al punto que hasta en algunos se demuestra la famosa ‘resistencia al cambio’, empezamos a poner peros, le buscamos argumentos en contra, etc.
¿Cuál es la diferencia entre ambas situaciones?
En la primera hemos sido convencidos de que ese producto (celular, notebook, auto, casa, lo que sea) nos va a hacer la vida más fácil y vamos a recibir aceptación del medio en el que nos relacionamos, que tiene los mismos gustos e intereses. Además, podemos, ver, tocar, experimentar con el producto.
En la segunda, no está tan claro que dejar de lado lo que venimos haciendo desde siempre con un resultado conocido, por perfectible que sea, nos traerá algún beneficio, y además nos va a requerir un esfuerzo inicial, de capacitación, adaptación, etc.
Lamentablemente, los cambios que el ser discípulos nos demanda, entran en la segunda categoría. He ahí que se explica el esfuerzo que implica cambiar de vida, de actitud, ni que hablar de ‘nacer de nuevo’.
En el evangelio de hoy (Juan 7:40-53) leemos como los judíos discutían acerca de la posibilidad del mesianismo de Jesús.  Algunos rechazaban esa posibilidad porque estaban convencidos que el Mesías no podía venir de Galilea – no sabían que Jesús había nacido en Belén – y ese prejuicio les quitaba luz para poder ver las obras y entender las palabras de Jesús.
Nicodemo en cambio – quizás ya algo tocado por el Espíritu Santo – propuso con sabiduría, interrogar a Jesús para ver que decía de sí mismo.
En nuestro tiempo, los modelos mentales que nos formamos acerca de lo que es bueno o menos malo para nosotros, de los esfuerzos – vivimos una época donde prima la ley ‘del mínimo esfuerzo’ – de la relación costo-beneficio, también se han convertido en prejuicios que nos impiden ver lo favorable del cambio que Cristo nos propone.
Ante esa situación podemos actuar con sabiduría, como Nicodemo, o como todos los demás, que terminaron la discusión yéndose cada uno para su casa – volviendo a lo suyo a sus creencias y paradigmas.
Cada vez que alguien se acerca a Jesús a interrogarlo aunque sea para increparlo o cuestionarlo, Él no pone reparos en dar la respuesta acertada.
Veamos un ejemplo cuando Jesús da testimonio de sí mismo, porque le ha sido requerido (Juan 5:31-47)
Ante la misma situación, de legitimidad de su identidad mesiánica, Jesús nos dice que hay muchas personas que lo conocen y que pueden dar testimonio de quién es Él. En el texto cita a Juan porque era alguien a quien los judíos habían reconocido como profeta - porque la cultura judía le daba crédito al testimonio de personas destacadas – pero fundamentalmente, porque Jesús sabía que Juan había ‘visto’ al Espíritu Santo, que en definitiva es el único que podía garantizar su filiación divina.
Enseguida aclara, que él no necesita testigos, pero nuestra ceguera sí. Si nuestra incapacidad de ver a Jesús como Cristo por nuestros propios medios, nos está quitando la posibilidad de salvación, que por lo menos el testimonio de otros nos abra los ojos del espíritu.
A la incredulidad, Jesús responde con obras. Las obras que el Padre hizo, hace y hará, por medio de Él, vivo en el Espíritu Santo.
Leemos y releemos, escuchamos y volvemos a escuchar las Escrituras, esperando encontrar en ellas algo que nos ‘toque’ como con una vara mágica y nos cambie la vida. ‘Hay qué bien me hizo ese pasaje, era para mí’
Pero no discernimos lo que realmente Cristo nos ofrece, tener vida y tenerla en abundancia.
Somos capaces de creerle a cualquier persona que venga con una oferta de felicidad, alguien que venga a mitigar nuestros dolores o sufrimientos, algún gran sanador de prestigio, sea este siervo de Dios o un falso profeta. Pero cuánto nos cuesta comprometernos con la verdadera Enseñanza.
Cuando nos dice: ¿Cómo es posible que crean, ustedes que se glorifican unos a otros y no se preocupan por la gloria que sólo viene de Dios? (44) Acaso ¿no nos está interpelando acerca de la fuente de nuestras creencias y motivación de nuestras decisiones?
Buscar las cosas de Dios, el cumplimiento de los preceptos por el cumplimiento mismo, sin buscar a Cristo, es tan ineficaz como sustituir sus enseñanzas por la filosofía, la ciencia, la política o cualquier otra manifestación humana, argumentando que el fin es el mismo.
El fin podrá ser el mismo, pero solamente en Jesús encontraremos la vida eterna.
Como nos tiene acostumbrados, no deja el asunto sin resolver. A la vez que plantea el problema, también nos da la solución.
Vuelve al tema de la charla de la semana pasada.
Además, yo los conozco: el amor de Dios no está en ustedes (42)
Para cambiar, no necesitamos tanto creer, no necesitamos tanto convencernos, no necesitamos flagelarnos, lo que necesitamos es amar a Dios y dejarnos amar por Él.
En el Espíritu Santo, el gran comunicador encontraremos el verdadero testimonio de Jesús, testimonio de amor que del Padre se hace visible y realizable en su vida, en la que vivió entre los hombres y nos dejó como modelo a todos sus discípulos.



[1] Aristóteles

sábado, 17 de marzo de 2012

Ídolos de hoy


Siguiendo con temas que el proceso cuaresmal nos demanda, retomemos el asunto que dejamos planteado la charla anterior, actuar sobre aquellos aspectos de nuestra vida que podemos clasificar dentro de la categoría de egoístas.

En la antigüedad, los judíos tenían problemas para controlarse, cuando de volverse a sus viejos ídolos o nuevas promesas de los mismos, se trataba. Fueron muchos los dolores de cabeza que les ocasionaron a los primeros patriarcas, y dejaron afónicos a los profetas. Además, de por supuesto, la tristeza que a Dios padre le traían.
Cuando de conversión se trata, nuestros problemas de hoy respecto a los ídolos, no son muy distintos en cuanto a sus consecuencias, sí lo son en cuanto al objeto.
El problema se actualizó a la vez que se hizo más complejo. Si bien, las personas sanas desde el punto de vista espiritual y también, por qué no, desde el punto de vista de la religiosidad, ya no se postran delante de ídolos tangibles y aunque por ahí quede algún vestigio de superstición, parecería que ese aspecto fue salvado.
Sin embargo, los discípulos de hoy, inconscientemente debemos afrontar el riesgo de estar poniendo nuestra atención en ídolos intangibles, algunos fácilmente identificables como: el dinero, la estima, la fama, la posición socio-económica, las jerarquías a nivel político, laboral, cultural y hasta comunitario.
Pero hay uno en particular que es el más peligroso de todos, y es el yo, somos cada uno de nosotros mismos.
Las causas pueden ser muchas y muy variadas. Podemos echarle la culpa al consumismo exacerbado en el que habitamos, a la educación que recibimos y a tantas otras razones. Pero sean cuales fueran las mismas, no deben ser una justificación para que nos pongamos como centro de adoración en una exaltación de amor propio que va más allá de lo necesario.
Por supuesto que es buena cosa, que es muy sano, emocional y sicológicamente, querernos, tener un concepto apropiado de nosotros mismos, hasta justificar aquello de que no podemos amar a los demás como a nosotros mismos, si no nos amamos.
Pero hasta ahí.
Si repasamos los líos en los que nos metemos, las veces que fallamos, las omisiones en las que incurrimos, los dolores que causamos, al Sagrado Corazón de Jesucristo y a los demás, sin excepción vamos a encontrar que en todos ellos, primó nuestro ego.
Nos convendría preguntarle a Jesús cómo tratar este tema.
Cuando aquel escriba se acercó al Maestro a preguntarle cuál era el mandamiento principal:
Jesús respondió: "El primero es: Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor; y tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a tí mismo. No hay otro mandamiento más grande que estos. Marcos 12:28-31
¿En qué medida esta respuesta puede poner luz al asunto que nos ocupa?
Es que si cada vez que tenemos oportunidad de fallar, pusiéramos por delante el amor a Dios, que se manifiesta en la práctica en el amor a los demás, muy distinto sería el resultado.
Papito Dios nos reprocha por medio del profeta Oseas: Porque el amor de ustedes es como nube matinal, como el rocío que pronto se disipa. Porque yo quiero amor y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos Oseas 6:4-6.
Cuánta razón tiene. El amor que le confesamos en las celebraciones, en algunas de nuestras oraciones, en las reuniones de comunidad, muchas veces desaparece cuando se ponen en riesgo nuestras expectativas, preferencias, sentimientos y emociones.
San Agustín nos dejó como legado:
“Ama y haz lo que quieras. Si callas, callarás con amor; si gritas, gritarás con amor; si corriges, corregirás con amor; si perdonas, perdonarás con amor. Si tienes el amor arraigado en ti, ninguna otra cosa sino amor serán tus frutos”
En la obra citada la charla anterior [1] leemos:
Para el santo ¿en qué consiste o dónde empieza el pecado del hombre? No tanto en abandonar a Dios para volverse a las cosas del mundo, como más exactamente, abandonarlo para volverse a uno mismo.
…considerar al Espíritu Santo como amor nos ayuda a tener una visión muy profunda de la vida cristiana y un proyecto concreto de transformación interior…
Al infundir en el corazón el amor – es decir, una nueva capacidad de amar a Dios y a los hermanos, lo libera –al hombre -  de la prisión del egoísmo; no impone sólo el deber de hacer la voluntad de Dios, sino que inculca también el placer de cumplirla, por lo que el hombre empieza a realizar gustosamente las cosas que Dios le manda, ya que él mismo se siente amado por Dios. Aquí se sitúa el paso decisivo desde la esclavitud del pecado hacia la libertad de la gracia.
Para llevar a cabo todo esto no basta el libre albedrío del hombre; no es suficiente el esfuerzo aséptico de purificarse de las pasiones, ni el conocimiento de la verdad, saber lo que hay que hacer. Es necesario cambiar la misma voluntad, dar un vuelco a la orientación fundamental del corazón humano, y esto sólo lo hace el Espíritu Santo, suscitando en el alma el amor de Dios, y con eso el deseo de obedecerle en todo
Nadie puede aseverar que este proceso de transformación sea algo fácil y natural, pero tampoco nadie puede afirmar que es imposible y que no dispone de los medios de la gracia divina para hacerlo.
Quizás vaya siendo hora que en lugar de pedir sabiduría y honra, riquezas y gracias, nos volvamos al Espíritu para pedirle que infunda en nosotros el amor de Dios, muy distinta puede llegar a ser nuestra vida sin en lugar de vivir haciendo lo que toca o lo que debemos, lo hacemos porque encontramos en ello el placer de responder al amor que Dios nos tiene.
Entonces, sólo entonces, podremos abandonar los ídolos de hoy.




[1] Raniero Cantalamessa VEN, ESPIRITU CREADOR

sábado, 3 de marzo de 2012

Decidir y actuar


La sabiduría litúrgica nos marca un derrotero, que nos lleva hasta el día de Pentecostés, donde el Espíritu Santo nos espera, para llenarnos de Él, pasando por la estación de la Semana Santa, iniciando nuestro camino en la Cuaresma.

¿Es éste un orden casual? Sin duda que no. Querer llenarnos de Dios, sin recorrer este camino, nos va a resultar muy difícil.

Cuando Moisés se quiso acercar a Yahvé en la zarza que ardía, Él le previno: "No te acerques hasta aquí. Quítate las sandalias, porque el suelo que estás pisando es una tierra santa" Exo(3:5)

Entendámoslo bien, no es que nuestro Padre, ponga distancia entre Él y nosotros, su inmenso amor nada anhela más que poder abrazarnos como al hijo que vuelve a su encuentro. El problema radica en que nuestra presencia impura no resiste su absoluta perfección. Sería como querer acercar un helado al sol. Si el fuego del Espíritu Santo, no nos enciende, a la vez que nos purifica, no podremos soportar la esencia inefable de Dios Padre.

Apropiarnos de su presencia, encontrarnos con Él, llenarnos de su Espíritu, será posible, únicamente por los méritos de Cristo, en un ambiente adecuado y tomando las decisiones correctas.

Si alguien nos dejara una herencia en un cheque, y guardásemos ese cheque y nunca fuéramos al banco a cobrarlo, quizás por negligencia, porque se nos venció el documento de identidad; o por orgullo, o por la razón que sea. El cheque se quedaría sin cobrar.

Del mismo modo, si el sacrificio que Cristo hizo por salvarnos, el que reviviremos en la Pasión, nos pasa desapercibido, tomamos conocimiento del mismo, pero no nos apropiamos de sus efectos, no lo hacemos efectivo, lo único que aprovecharemos, será saber que hubo alguien que nos amó tanto que dio su vida por que nos salváramos. Un conocimiento intelectual más, mera información.

El padre Raniero Cantalamessa escribe:
El corazón humano tiene dos llaves: una está en la mano de Dios; la otra en las del hombre. Ninguno de los dos puede abrir sin el otro. Con su omnipotencia, Dios puede hacerlo todo, excepto un corazón contrito y humillado. Para ello, misteriosamente necesita también el arrepentimiento del hombre. Dios no puede “arrepentirse” en su lugar. Por eso, a lo largo de toda la Biblia, el corazón “contrito y humillado” se nos presenta como el lugar de descanso, una especie de  paraíso terrenal, la morada preferida de Dios (Isa 66:1-2)[i]

Corazón contrito es aquél que manifiesta "un dolor del alma y una detestación del pecado cometido, con la resolución de no volver a pecar" (CIC 1451)

Cuando brota del amor de Dios amado sobre todas las cosas, la contrición se llama "contrición perfecta"(contrición de caridad).
La contrición llamada "imperfecta" (o "atrición") es también un don de Dios, un impulso del Espíritu Santo. Nace de la consideración de la fealdad del pecado o del temor de la condenación eterna y de las demás penas con que es amenazado el pecador. Tal conmoción de la conciencia puede ser el comienzo de una evolución interior que culmina, bajo la acción de la gracia, en la absolución sacramental. (CIC 1452-3)

Entonces, el primer paso en este camino que nos lleva a su encuentro, que empieza en este tiempo penitencial de Cuaresma, pasa por querer hacerlo. Por tomar la decisión y sostenerla. Ya sea que la decisión nazca del anhelo de encontrarnos con el Padre, o del temor a permanecer separados de Él. No alcanza con meros formalismos y expresiones de religiosidad vacías.

Isaías nos dice, de parte del Padre: “¿Por qué ayunamos y tú no lo ves, nos afligimos y tú no lo reconoces?". Porque ustedes, el mismo día en que ayunan, se ocupan de negocios y maltratan a su servidumbre.
Ayunan para entregarse a pleitos y querellas y para golpear perversamente con el puño. No ayunen como en esos días, si quieren hacer oír su voz en las alturas. Isa 58:3-4

Hermanos, hoy tenemos la gracia, la bendición, de estar reflexionando sobre este asunto. Aprovechemos esta oportunidad.

Cuántas cosas hay que debemos mejorar en nuestra vida. Cuántas de ellas las exponemos una y otra vez, como perjudiciales para nosotros y para los demás.

¿Por qué siguen estando ahí? ¿Será que realmente estamos decididos a cambiarlas? ¿Será que nos conformamos simplemente con enunciarlas y denunciarlas?

Tomemos decisiones y sostengámoslas. Nadie las va a tomar por nosotros, ni Dios mismo puede hacerlo. De nosotros depende.

Quizás sean muchas o muy complejas y no podamos atacarlas a todas. Empecemos por las que podemos clasificar dentro de la categoría de egoístas. Pensar un poco menos en nosotros y más en el daño que a otros les causamos, va a ir en dirección de un corazón humilde, la otra variable de la fórmula.

Volviendo a Cantalamessa, escribe:
Para Dios quitar el pecado es algo muy sencillo, que se resuelve en un instante, pero en nosotros es un proceso muy complejo. Supone distintos pasos que podemos resumir de la siguiente manera: El Espíritu Santo: llama a la puerta de la conciencia con el remordimiento, la abre con la confesión, entra en ella con el arrepentimiento, la libera con la absolución, la transforma con la justificación, la inflama con su fervor.

Recordemos que nos confesamos carismáticos y recurramos a la asistencia de Dios Espíritu.


[i] Raniero Cantalamessa VEN, ESPIRITU CREADOR