sábado, 27 de agosto de 2011

Vocación del discípulo


El termino vocación ha tomado diversos significados en la cultura contemporánea, poniendo siempre en el centro, con diversas modalidades, a la persona. Por vocación, en lo seglar, se entiende en primer lugar el “proyecto de vida” que elabora cada uno sobre la base de sus múltiples experiencias y en la confrontación con un sistema coherente de valores que dan sentido y dirección a la vida del individuo.
Desde la visión del discípulo:
La palabra vocación viene del latín “vocare” que quiere decir “llamar”. Dios se comunica constantemente con nosotros porque nos ama, así como nosotros nos comunicamos con  mayor frecuencia con las personas que amamos. Por tanto, la vocación es un llamado permanente de Dios a descubrir su amor y realizarnos plenamente en la respuesta a ese llamado de amor.
Cuando se toma conciencia de ese llamado, la vida adquiere un sentido nuevo: se deja de atender sólo a gustos e intereses personales y se acude a las necesidades de los demás. La vocación exige un salir de sí mismo y descubrirse como alguien llamado al servicio, ya que no puede haber plena realización sin servicio.
La vocación es el pensamiento providente de Dios sobre cada persona, es su proyecto, como un sueño que está en el corazón de Dios porque ama vivamente a la persona. Como está en el corazón de Dios es un misterio, este misterio envuelve a cada persona partiendo de su realidad, es una llamada que Dios hace día con día esperando una respuesta y un compromiso a una misión específica.
La vocación se desarrolla en tres niveles:
Primer Nivel: Vocación Humana
Cada hombre es un ser único e irrepetible, llamado por Dios a la existencia en un proceso de maduración que se descubre como persona, lleno de posibilidades y potencialidades, con limitaciones y necesidades. Este proceso se realiza en relación consigo mismo, con Dios, con los demás y el mundo que le rodea.
Segundo Nivel: Vocación Cristiana
El hombre llamado a la vida, descubre además un llamado a la fe, que es adentrarse a la aventura de un Dios que se le revela en su caminar. Por este segundo llamado descubre que Dios es Padre y que le llama por Jesucristo para ser su hijo en una vida de santidad.
Tercer Nivel: Vocación Cristiana Específica
El llamado a la fe implica una adhesión consciente a Cristo, ya que el encuentro con él transforma a la persona, de manera que el ser cristiano no puede darse de forma abstracta o etérea, sino que pide situarse en una forma de ser cristiano concreto: como laico, como consagrado, como misionero o como ministro ordenado. Así, el proceso de madurez humana y cristiana, se desenvuelve en un compromiso gradual dentro de la Iglesia para el mundo.
La vocación tiene tres elementos fundamentales que no debemos ignorar, a saber: la llamada, la respuesta y la misión.
 La llamada: es un regalo de Dios que nos da a todos los hombres y mujeres personalmente desde nuestra realidad. Esta llamada es iniciativa de Dios, gratuita y amorosa, es personal, por lo tanto es única.
La respuesta: es la disponibilidad ante Dios que llama. Esta respuesta debe de ser personal, libre, consiente y responsable, para que la persona desarrolle un compromiso total al seguimiento de Jesús.
La misión: es la tarea que el Espíritu nos encomienda. La misión toma rasgos específicos de cada uno de los convocados de la Iglesia y en las diversas situaciones históricas, siempre en orden a construir el reino de Dios en el mundo. La misión se desarrolla en la sociedad.
Como personas, cada uno de nosotros hemos sido llamados a integrar la plantilla de trabajo en la obra de la Divina Providencia (CIC 306 ss) y esa es la primera respuesta que debemos dar.
Como discípulos, iniciamos el camino tras las huellas de Cristo,  que al pasar por nuestro lado nos dice ‘Ven y sígueme’
Quienes integramos esta comunidad carismática, parece ser, que hasta ahí lo tenemos claro, aunque a veces, nuestras debilidades y nuestras penas, nos hagan faltar al trabajo, o permitan que por momentos nos salgamos del camino, o nos quedemos a un costado, cansados, desesperanzados.
Lo que no resulta tan claro a veces, es nuestro rol misionero. En ocasiones nos cuesta discernir, la tarea que el Espíritu nos encomienda, que nos lleva a un accionar concreto que contribuya al crecimiento del Reino, veamos algunas pautas a tener en cuenta.
·         Todos tenemos carismas – ‘En cada uno, el Espíritu se manifiesta para el bien común’ (1 Co 12:7) – Así que ninguno de nosotros puede decir yo no tengo nada para dar.
·         Somos administradores de los dones y carismas que Dios nos ha encomendado por medio del Espíritu Santo. No nos pertenecen, nos han sido entregados para que de ellos obtengamos frutos. No nos es aceptada la respuesta del servidor inútil de la parábola de los talentos – como tuve miedo, no hice nada.
·         Hay carismas más evidentes que otros, que se destacan más en la asamblea, pero no los hay mejores y peores. Todos son necesarios, importantes y todos tienen que estar subordinados al mayor de los carismas que es el amor. La Palabra pone en la misma jerarquía al que preside la comunidad que al que comparte sus bienes y tiene misericordia. (Rom. 12:6-8)
·         Cada uno de nosotros, se complace, por alguna aptitud o competencia que a sí mismo se reconoce. Es en ella en la que debemos poner atención, pensar de qué forma podemos ponerla al servicio de la comunidad. Cuando no se pone a trabajar, a producir, lo más probable es que termine ahogándose a sí misma en su propia vanidad. Como nos exhorta nuestro pastor ‘quien tiene un don, tiene una misión’
·         Es menester identificar esas aptitudes y ofrecerlas, primero a Dios, para que Él nos ilumine y nos oriente en su disposición, luego a la comunidad, hablarlo con el pastor, con el guía de la comunidad para tratar de ponerlas a producir.
En cuanto al llamado: en muy raras ocasiones  Dios llama desde los acontecimientos espectaculares. Lo más frecuente es que nos llame desde el ambón, desde el púlpito del celebrante, desde la convocatoria del guía. Por eso debemos agudizar nuestro oído espiritual para que su voz no se pierda en medio del ruido ambiente en el que estamos permanentemente inmersos

sábado, 20 de agosto de 2011

Perder para ganar


La semana pasada abordamos el tema de la falta de capacidad para recibir y/o dar afecto de quienes y a quienes nos relacionamos. Mencionamos que esta falla en nuestra salud, en algunos casos podría encontrar su origen en alguna herida del alma, a la que la sicología y la oración por la sanidad interior y la sanidad intergeneracional, pueden ayudar a sanar.
Esos casos, obviamente necesitan una atención personal, la asistencia profesional y la atención pastoral. Hay otras situaciones que no devienen de estas circunstancias, sino que están relacionadas con nuestros hábitos y prejuicios, para los cristianos, áreas de nuestra vida en las que nos hemos atrincherado impidiendo que Cristo entrara en ellas. Sobre ellas queremos reflexionar en el día de hoy.
Desde el principio Dios padre concluyó en que no era bueno que el ser humano estuviera solo (Gen 2:18) y desde entonces, por sabiduría o por instinto, nos hemos organizado en familias – en el sentido amplio de conjunto de personas – de cuya sinergia nos hemos venido beneficiando ya sea para levantar un hogar, para crecer física e intelectualmente, para crecer en la fe, para producir bienes y servicios, para tener un arraigo, etc.
En todos estos grupos de afinidad - la familia propiamente dicha, la iglesia, la comunidad, la empresa en la que trabajamos, el estado - hay redes de cohesión, algunas indirectas, como el interés común, pero las hay directas y muy fuertes, como los afectos. Sin ellos, estos grupos no hubieran llegado a ser lo que hoy son, si hubieran quedados librados a las leyes egocentristas del mundo.  Esos vínculos afectivos, que no aprendimos, sino que heredamos, no hay duda que fueron impresos por Dios mismo, en nuestro yo.
Al contrario, al enemigo, que anda como león rugiente buscando a quien devorar, le conviene aislarnos, acorralarnos en nuestros propios egoísmos, para una vez indefensos y débiles seamos presas más fáciles para cumplir su objetivo.
Entonces, si los afectos son buenos para nosotros y para los demás, si nos alimentan, nos hacen crecer y madurar emocionalmente, nos dan equilibrio y seguridad, ¿por qué rehuimos de ellos o nos excedemos con ellos?
Sin duda que hay muchas respuestas a esta pregunta. Una de ellas es el miedo. Tener miedo a darse a los demás o miedo al compromiso de recibir de los demás. Esto nos lleva de nuevo a plantearnos, ¿miedo a qué y por qué?
Puede ser miedo a ser herido. Es curioso ver como personas que son resueltas, osadas, que no reparan en su cuidado físico cuando se la tienen que jugar por un ideal, que no le duelen prendas cuando de defender una causa considerada como justa se trata, se amilanan tanto, ante la posibilidad de ser heridas en sus sentimientos y afectos.
Puede ser miedo al fracaso, a quedar en evidencia de no ser correspondido.
Y ¿qué hay de los excesos? Así como en un extremo, tenemos a los introvertidos afectivos, en el otro encontramos, personas demasiado demandantes, que pasan por la vida exigiendo y reclamando afectos y reconocimiento, y cuando no lo consiguen, o lo que obtienen no cubre sus excesivas demandas, se frustran y no logran disfrutar lo que para cualquier otra persona es una suficiente y adecuada respuesta afectiva.
Aunque parezca paradójico, ambos extremos pueden tener una causa en común, que es el egoísmo. Egoísmo en cuanto a: Inmoderado y excesivo amor a sí mismo, que hace atender desmedidamente al propio interés, sin cuidarse del de los demás (RAE)
El Espíritu Santo nos recomienda, por medio del apóstol Pablo: no se estimen más de lo que conviene; pero tengan por ustedes una estima razonable Rom 12:3
Cuando nos concentramos demasiado en nosotros mismos, nos atrincheramos de tal manera que nos olvidamos a quien seguimos. Los discípulos seguimos a un hombre que camina cargando una cruz, no porque le gustase, sino porque de esa manera hace menos pesada la carga de todos los demás.
Los discípulos seguimos a alguien que el mundo mira como un fracasado, porque considera que en el colgar de una cruz no puede haber ganancia. Lo hacemos porque sabemos que ese final no es una victoria a lo Pirro, sino que en la entrega total se consigue la vida total, la gloria total, la bendición total.
Nos podremos esconder en la mayoría o en nuestras soledades, haciendo o diciendo lo que los demás hacen, para no comprometernos, para tratar de pasar desapercibidos, para que sean otros los que paguen el precio de tomar decisiones. Para salvar nuestra imagen y pasar desapercibidos. Pero eso no es lo que Cristo quiere de nosotros.
Él nos quiere ver comprometidos, jugados, quiere que seamos verdaderos agentes de cambio. Nos enseñó que lo que aprendimos de Él lo proclamemos desde lo alto de las casas (Mat 10:27) a que la ‘luz’ que hay en nosotros brille delante de los ojos de los demás (Mat 5:16).
En el discípulo no cabe la falta de compromiso, el aislamiento, el alejamiento.
Ahora bien ¿cómo vencer al egoísmo?
Todo lo que deseen que los demás hagan por ustedes, háganlo por ellos: en esto consiste la Ley y los Profetas. (Mat 7:12)
Sólo corriendo el eje de atención de nosotros al otro, lo podremos lograr. No hay amor más grande que dar la vida por los amigos (Juan 15:13) Y a ese amor estamos llamados.
Entre los misterios que nos cuestan comprender hay uno que nos revela que mientras el desarrollo del hombre común tiende a obtener y conservar, el cristiano tiende a trascender cuando da y se desprende. De hecho, en nuestro camino van quedando como mojones aquellas cosas de las cuales nos vamos despojando, hasta llegar al final donde nos despojamos hasta de nuestro propio cuerpo.
Cuanto menos pongamos la atención en nosotros, menos posibilidades de ser heridos tendremos. Cuanto menos nos importe ser defraudados por los demás, más posibilidades tenemos de ser reconocidos por el Padre. Cuanto menos esperemos recibir de los demás, mucho más disfrutaremos lo poco o mucho que recibimos.
Pero eso cuesta, requiere ir contra la corriente que nos impulsa y nos motiva constantemente a ser más, a tener más, a disfrutar más, a exponernos menos. Sólo hay una manera de enfrentar nuestros instintos egocéntricos y Cristo nos dio la fórmula: lo que hagamos por los demás por Él mismo lo estamos haciendo (Mat 25:40) Es decir, cada vez que nos cueste darnos, cada vez que nos duela no recibir, cada vez que nos falte el compromiso, veamos en el otro al propio Cristo y recordemos todo el amor, todo el afecto, toda la entrega que nos hace.
A  veces cuando escuchamos a Jesús diciéndonos que quien pierde la vida por Él la encontrará (Mar 8:35), pensamos en los mártires, en los servidores, en los consagrados. Quizás deberíamos pensar también, en que podemos tener una mejor calidad de vida hoy, si nos preocupamos un poco menos de nosotros, que hay otra vida para nosotros que está más allá de la punta de nuestra nariz.

sábado, 13 de agosto de 2011

Invalidez afectiva


Ser beneficiario del cariño y la aprobación de los demás, tener personas a quienes ofrecer afecto, protección y ternura y ser reciprocado por ellas, resulta muy importante para la salud. Sin embargo, hay personas con diversos grados de incapacidad para implicarse en el mundo de las emociones; y hay personas francamente incapaces hasta de entender qué es el mundo de los afectos. En este contexto emerge formalmente el concepto de invalidez afectiva, del que tratamos en el presente trabajo.
El inválido afectivo es aquel con poca o nula capacidad de dar cariño, amor o afecto, de recibirlo, e incluso, incapaz para aprender a darlo o recibirlo.
Empecemos por la incapacidad para recibir o saber apreciar el afecto. Se trata de personas eternamente insatisfechas desde lo emocional, convencidas de que ¡nadie las quiere!, a pesar de que a su alrededor tienen personas que se ocupan de él o ella y para quienes no es indiferente, pero a los cuales les reclama más y más, y les reprocha y les culpa por no quererle.
En aparente paradoja, estas personas son incapaces de dar afecto convincente a aquellos a los que constantemente está evaluando, y raramente aprobando. Para estos individuos tal vez la dificultad radique en sus propias dudas acerca de su valía como personas dignas de ser amadas.
Sólo a modo de ilustración: no llega de igual manera a este mundo la criatura que fue muy deseada,  que aquella criatura que llega de manera inesperada o indeseada, o aquella que llegó como “gancho” para supuestamente sostener una relación –que ninguna criatura es capaz de sostener–, o aquella a la que le “toca” llegar en un muy disfuncional sistema emocional. Cualquiera de estas últimas variantes deviene terreno fértil para las discapacidades emocionales o afectivas. Y probablemente en ello radica la fundamentación del viejo aforismo –del cual no quiero hacerme vocero absoluto por su carácter fatalista en un mundo tan complejo como el de los afectos– de que “quien no ha recibido afecto es incapaz de transmitirlo y ni siquiera sabe valorarlo cuando lo tiene”.
Pero hablemos también un poco de la incapacidad para dar afecto, porque hay personas que sí sienten afecto legítimo por el otro o la otra, pero son incapaces de manifestarlo, lo que –no nos equivoquemos– para aquel o aquella es como si no se sintiese. Pues para que el afecto sea percibido es deseable que se exprese de manera evidente, que el otro o la otra se dé cuenta que es beneficiario del cariño y aprecio de aquel. Para transmitir legítimo afecto se requieren acciones concretas: tocar, acariciar, besar, mirar, hablar, saber estar presente en el momento justo, es decir, manifestaciones afectivas. La incapacidad de demostrar cualquiera de estas acciones es también una forma de invalidez afectiva.
Tomemos como ejemplo el contacto físico. No olvidemos que la piel es el órgano que mayor espacio físico ocupa en el cuerpo, y en su totalidad media en la relación física de la persona con la realidad externa. ¿No conoce usted personas que parecen establecer una enorme barrera ante el contacto físico y es como si fueran de “alambre” de tan rígidos que se ponen? Y sin embargo, ¡cuán importante es el fácil y suave, a la par que expresivo, contacto cuerpo a cuerpo para intercambiar afectividad! ¿No se ha topado usted con personas que parecen tener “manos planas”  y no saben tocar o acariciar a sus congéneres, aún queriendo?
Al respecto hablaba Perls acerca de la importancia de las caricias que enriquecen la vida de las personas, en una linda metáfora que dice: “a aquel que no recibe caricias se le seca el espinazo”. Tal vez debió añadir que no menos se seca aquel que es incapaz de transmitirlas. Acercándonos desde las frases de Perls al refranero popular al referir que “el rostro es espejo del alma”, ¿no coincide conmigo el lector en que, en realidad, el rostro de personas con una afectividad lacerada parece expresar fehacientemente toda su sequedad emocional? ¿No ha visto o conocido personas, no importa el momento del ciclo vital en que se encuentren, cuya amargura o acidez emocional transfigura sus hermosos rostros dándoles una triste expresión de “limoncito arrugado”? ¿No serían las caricias un buen “antibiótico” para la poderosa y corrosiva “bacteria” de la invalidez afectiva en cualquiera de sus manifestaciones? ¿No asusta pensar que por su carácter altamente contagioso este fenómeno se puede convertir en epidemia? ¿No es legítimo asumir que la invalidez afectiva no tiene por qué ser crónica y algo se puede y debe hacer, al menos para mejorarla?
Introducción tomada del artículo del Dr. Dr. Miguel A. Roca

Nuestro papito Dios nos ha demostrado su preocupación por nuestra sanidad afectiva desde los tiempos de los profetas, cuando intentaba transmitirnos con palabras el afecto que quiere hacernos sentir.
Por medio de Oseas nos hizo saber que: era para ellos (nosotros) como los que alzan a una criatura contra sus mejillas, me inclinaba hacia él y le daba de comer. 11:4 Mi corazón se subleva contra mí y se enciende toda mi ternura 11:8
Luego, como fuimos incapaces de entender y recibir ese afecto, nos amó desde el corazón humando de Jesús, de quien tenemos testimonios, no se cuidó de ocultar su afectividad con quienes compartió su tiempo terrenal.
Tan grande es su demostración afectiva que conociendo nuestras limitaciones espirituales, se dejó a sí mismo en la Eucaristía para poder tener un contacto físico con nosotros cada vez que queramos tenerlo.
La sicología puede ayudar a destrabar los problemas de invalidez afectiva, pero hay lugares donde la ciencia del hombre no llega y sólo nuestro Padre puede acceder, allí en  las ‘entre pieles’ del alma, es donde vive la bacteria de la invalidez afectiva.
Por eso es necesario que le permitamos entrar hasta ese punto, para que con el sutil toque del Espíritu Santo podamos ser sanados.
De esto puede depender, no sólo la sanación de una persona, sino su propia salvación. La incapacidad de dar y/o recibir afecto puede convertirse en la incapacidad de ‘sentir’ el amor de nuestro papito Dios, lo que a su vez puede devenir en el alejamiento de su lado.
Alguien dijo alguna vez que las manos de Dios son nuestras manos, podríamos agregarle que la piel de Dios es nuestra piel, cuando de afectividad se trata. Por lo tanto permitámonos transmitir, eficazmente, a los demás el amor de Dios que fluye a través de nosotros y seamos receptores sensibles del amor de los demás para hacérselo llegar a nuestro Padre.
Si así no fuera, pidámosle al Padre que por el ejemplo de Jesucristo y la acción del Espíritu Santo, seamos sanados en esta área tan importante para nuestra calidad de vida.