sábado, 28 de noviembre de 2009

Ven y Sígueme

CARTA ENCÍCLICA VERITATIS SPLENDOR

JUAN PABLO II
Fragmento
16. La respuesta sobre los mandamientos no satisface al joven, que de nuevo pregunta a Jesús: «Todo eso lo he guardado; ¿qué más me falta?» (Mt 19, 20). No es fácil decir con la conciencia tranquila «todo eso lo he guardado», si se comprende todo el alcance de las exigencias contenidas en la Ley de Dios. Sin embargo, aunque el joven rico sea capaz de dar una respuesta tal; aunque de verdad haya puesto en práctica el ideal moral con seriedad y generosidad desde la infancia, él sabe que aún está lejos de la meta; en efecto, ante la persona de Jesús se da cuenta de que todavía le falta algo. Jesús, en su última respuesta, se refiere a esa conciencia de que aún falta algo: comprendiendo la nostalgia de una plenitud que supere la interpretación legalista de los mandamientos, el Maestro bueno invita al joven a emprender el camino de la perfección: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme» (Mt 19, 21).
17. No sabemos hasta qué punto el joven del evangelio comprendió el contenido profundo y exigente de la primera respuesta dada por Jesús: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos»; sin embargo, es cierto que la afirmación manifestada por el joven de haber respetado todas las exigencias morales de los mandamientos constituye el terreno indispensable sobre el que puede brotar y madurar el deseo de la perfección, es decir, la realización de su significado mediante el seguimiento de Cristo. El coloquio de Jesús con el joven nos ayuda a comprender las condiciones para el crecimiento moral del hombre llamado a la perfección: el joven, que ha observado todos los mandamientos, se muestra incapaz de dar el paso siguiente sólo con sus fuerzas. Para hacerlo se necesita una libertad madura («si quieres») y el don divino de la gracia («ven, y sígueme»).
La perfección exige aquella madurez en el darse a sí mismo, a que está llamada la libertad del hombre. Jesús indica al joven los mandamientos como la primera condición irrenunciable para conseguir la vida eterna; el abandono de todo lo que el joven posee y el seguimiento del Señor asumen, en cambio, el carácter de una propuesta: «Si quieres...». La palabra de Jesús manifiesta la dinámica particular del crecimiento de la libertad hacia su madurez y, al mismo tiempo, atestigua la relación fundamental de la libertad con la ley divina. La libertad del hombre y la ley de Dios no se oponen, sino, al contrario, se reclaman mutuamente. El discípulo de Cristo sabe que la suya es una vocación a la libertad. «Hermanos, habéis sido llamados a la libertad» (Ga 5, 13), proclama con alegría y decisión el apóstol Pablo. Pero, a continuación, precisa: «No toméis de esa libertad pretexto para la carne; antes al contrario, servíos por amor los unos a los otros» (ib.). La firmeza con la cual el Apóstol se opone a quien confía la propia justificación a la Ley, no tiene nada que ver con la «liberación» del hombre con respecto a los preceptos, los cuales, en verdad, están al servicio del amor: «Pues el que ama al prójimo ha cumplido la ley. En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás, y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Rm 13, 8-9). El mismo san Agustín, después de haber hablado de la observancia de los mandamientos como de la primera libertad imperfecta, prosigue así: «¿Por qué, preguntará alguno, no perfecta todavía? Porque "siento en mis miembros otra ley en conflicto con la ley de mi razón"... Libertad parcial, parcial esclavitud: la libertad no es aún completa, aún no es pura ni plena porque todavía no estamos en la eternidad. Conservamos en parte la debilidad y en parte hemos alcanzado la libertad. Todos nuestros pecados han sido borrados en el bautismo, pero ¿acaso ha desaparecido la debilidad después de que la iniquidad ha sido destruida? Si aquella hubiera desaparecido, se viviría sin pecado en la tierra. ¿Quién osará afirmar esto sino el soberbio, el indigno de la misericordia del liberador?... Mas, como nos ha quedado alguna debilidad, me atrevo a decir que, en la medida en que sirvamos a Dios, somos libres, mientras que en la medida en que sigamos la ley del pecado somos esclavos»(27).
18. Quien «vive según la carne» siente la ley de Dios como un peso, más aún, como una negación o, de cualquier modo, como una restricción de la propia libertad. En cambio, quien está movido por el amor y «vive según el Espíritu» (Ga 5, 16), y desea servir a los demás, encuentra en la ley de Dios el camino fundamental y necesario para practicar el amor libremente elegido y vivido. Más aún, siente la urgencia interior —una verdadera y propia necesidad, y no ya una constricción— de no detenerse ante las exigencias mínimas de la ley, sino de vivirlas en su plenitud. Es un camino todavía incierto y frágil mientras estemos en la tierra, pero que la gracia hace posible al darnos la plena «libertad de los hijos de Dios» (cf. Rm 8, 21) y, consiguientemente, la capacidad de poder responder en la vida moral a la sublime vocación de ser «hijos en el Hijo».
Esta vocación al amor perfecto no está reservada de modo exclusivo a una élite de personas. La invitación: «anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres», junto con la promesa: «tendrás un tesoro en los cielos», se dirige a todos, porque es una radicalización del mandamiento del amor al prójimo. De la misma manera, la siguiente invitación: «ven y sígueme», es la nueva forma concreta del mandamiento del amor a Dios. Los mandamientos y la invitación de Jesús al joven rico están al servicio de una única e indivisible caridad, que espontáneamente tiende a la perfección, cuya medida es Dios mismo: «Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48). En el evangelio de Lucas, Jesús precisa aún más el sentido de esta perfección: «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36).
Es Jesús mismo quien toma la iniciativa y llama a seguirle. La llamada está dirigida sobre todo a aquellos a quienes confía una misión particular, empezando por los Doce; pero también es cierto que la condición de todo creyente es ser discípulo de Cristo (cf.Hch 6, 1). Por esto, seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana: como el pueblo de Israel seguía a Dios, que lo guiaba por el desierto hacia la tierra prometida (cf. Ex 13, 21), así el discípulo debe seguir a Jesús, hacia el cual lo atrae el mismo Padre (cf. Jn 6, 44).
No se trata aquí solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre. El discípulo de Jesús, siguiendo, mediante la adhesión por la fe, a aquél que es la Sabiduría encarnada, se hace verdaderamente discípulo de Dios (cf. Jn 6, 45). En efecto, Jesús es la luz del mundo, la luz de la vida (cf. Jn 8, 12); es el pastor que guía y alimenta a las ovejas (cf. Jn 10, 11-16), es el camino, la verdad y la vida (cf. Jn 14, 6), es aquel que lleva hacia el Padre, de tal manera que verle a él, al Hijo, es ver al Padre (cf. Jn 14, 6-10). Por eso, imitar al Hijo, «imagen de Dios invisible» (Col 1, 15), significa imitar al Padre.
Imitar y revivir el amor de Cristo no es posible para el hombre con sus solas fuerzas. Se hace capaz de este amor sólo gracias a un don recibido. Lo mismo que el Señor Jesús recibe el amor de su Padre, así, a su vez, lo comunica gratuitamente a los discípulos: «Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor» (Jn 15, 9). El don de Cristo es su Espíritu, cuyo primer «fruto» (cf. Gál 5, 22) es la caridad: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5). San Agustín se pregunta: «¿Es el amor el que nos hace observar los mandamientos, o bien es la observancia de los mandamientos la que hace nacer el amor?». Y responde: «Pero ¿quién puede dudar de que el amor precede a la observancia? En efecto, quien no ama está sin motivaciones para guardar los mandamientos»(29).
Resumiendo lo que constituye el núcleo del mensaje moral de Jesús y de la predicación de los Apóstoles, y volviendo a ofrecer en admirable síntesis la gran tradición de los Padres de Oriente y de Occidente —en particular san Agustín(32)—, santo Tomás afirma que la Ley nueva es la gracia del Espíritu Santo dada mediante la fe en Cristo(33). Los preceptos externos, de los que también habla el evangelio, preparan para esta gracia o difunden sus efectos en la vida. En efecto, la Ley nueva no se contenta con decir lo que se debe hacer, sino que otorga también la fuerza para «obrar la verdad» (cf. Jn 3, 21). Al mismo tiempo, san Juan Crisóstomo observa que la Ley nueva fue promulgada precisamente cuando el Espíritu Santo bajó del cielo el día de Pentecostés y que los Apóstoles «no bajaron del monte llevando, como Moisés, tablas de piedra en sus manos, sino que volvían llevando al Espíritu Santo en sus corazones..., convertidos, mediante su gracia, en una ley viva, en un libro animado»(34).

sábado, 21 de noviembre de 2009

Hacia la Madurez

HAY VARIAS FIGURAS que se pueden utilizar para describir la vida cristiana, y todas son figuras dinámicas. La vida cristiana no es tanto un "estado", sino un "proceso". Por ejemplo, el cristiano es como un árbol que echa raíces y crece; como un viajero que transita el Camino de la vida; o como un niño que nace y progresa hacia la madurez. El énfasis bíblico es que estamos llegando a ser algo.

Según Ef.4:12-16 la meta de ese crecimiento es Cristo mismo.

Así organizó a los santos para la obra del ministerio, en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto y a la madurez que corresponde a la plenitud de Cristo. Así dejaremos de ser niños, sacudidos por las olas y arrastrados por el viento de cualquier doctrina, a merced de la malicia de los hombres y de su astucia para enseñar el error. Por el contrario, viviendo en la verdad y en el amor, crezcamos plenamente, unidos a Cristo. El es la Cabeza, y de él, todo el Cuerpo recibe unidad y cohesión, gracias a los ligamentos que lo vivifican y a la acción armoniosa de todos los miembros. Así el Cuerpo crece y se edifica en el amor.

Sólo somos maduros cuando somos como él. Igual a Pablo, siempre estamos prosiguiendo, extendiéndonos hacia esa meta (Fil.3:12-14), aunque no la vamos a alcanzar en esta vida. El proceso sólo llega a su fin cuando estamos con él (1 Jn.3:2).

Todo esto implica que el cristiano estático, que no cambia, está enfermo. No deberíamos ser lo mismo hoy, como hace un año. Debemos reconocer aspectos específicos de nuestras vidas que han cambiado para que seamos más como Cristo. Si nunca llegamos a la meta en esta vida, entonces no hay razones para que dejemos de crecer.

Pero muchos en la práctica quedan atrás, y conviene pensar por qué. Se puede hacer una lista de varios estorbos al crecimiento, pero voy a limitarme ahora a dos evidencias comunes de la inmadurez. La primera la llamaría "la pasividad". De ella habla Heb.5:12-14.

Aunque ya es tiempo de que sean maestros, ustedes necesitan que se les enseñen nuevamente los rudimentos de la Palabra de Dios: han vuelto a tener necesidad de leche, en lugar de comida sólida. Ahora bien, el que se alimenta de leche no puede entender la doctrina de la justicia, porque no es más que un niño. El alimento sólido es propio de los adultos, de aquellos que por la práctica tienen la sensibilidad adiestrada para discernir entre el bien y el mal.

En la vida humana reconocemos que el niño es un ser dependiente, que tiene que esperar de los demás. Cuando tenga la capacidad de proveer para sí mismo, y para otros, ya estará entrando en la madurez.

Pero así también es la vida cristiana. El niño espiritual es el que sólo recibe y nunca da. El creyente que recibe su alimento espiritual de otros, que ocupa un lugar pasivo en la iglesia, que no puede ayudar a otro con la Biblia, que huye de toda responsabilidad y trabajo, es niño.

En este sentido, uno de los pasos más decisivos en la vida cristiana es el de convertirse de una persona pasiva que sólo recibe, en una persona activa que da.

En parte este problema nace de un concepto distorsionado de lo que es ser cristiano. Para muchos el cristiano es un "creyente", y miran atrás a una decisión que se hizo en un momento del pasado. En esto tienen razón, pero sólo en parte. El "crecer" inicial es apenas el primer paso de un viaje largo, la primera página de un tomo grueso. Lo que es la vida cristiana una vez iniciada, se describe en términos del discipulado.

El discípulo, por su propia naturaleza, no puede ser pasivo, sino que se esfuerza constantemente en conocer y obedecer mejor a su maestro.

La enseñanza de Pablo sobre los dones del Espíritu Santo destaca que todo creyente tiene un don (1 Co.12:7) y que Dios da dones para que los utilicemos en servicio de la iglesia (Ro.12:6-8). A la vez, la figura bíblica de la iglesia como un cuerpo requiere que todos los miembros funcionen según su capacidad si el cuerpo ha de desarrollarse normalmente. No, no hay lugar para la "pasividad" en la familia de la iglesia.

La segunda evidencia de la inmadurez la llamaría "la contienda".

Realmente es difícil entender cómo puede existir la contienda en la iglesia. Todos somos igualmente pecadores redimidos, tenemos un mismo Espíritu quien derramó el amor de Dios por nosotros (Ro.5:5) somos de la misma familia, conciudadanos del Reino de Dios, miembros de un solo cuerpo. Y además de esto, tenemos exhortación tras exhortación acerca de la necesidad de amarnos sin embargo, son patentes los pleitos, quejas, disensiones, chismes, enojos y toda clase de males parecidos.

¿Cuál es el problema? Creo que puede haber varias contestaciones, pero quiero mencionar brevemente tres. La primera razón es que no conocemos a Dios. 1 Jn.4:20 es muy claro: mi actitud hacia mi hermano es una clara indicación de mi relación con Dios. Si lo que dicen y hacen mis hermanos siempre me irrita, y encuentro cada vez más "errores" en ello, el problema verdadero está en mí mismo. No tengo todavía la mente de Dios; estoy alejado de la luz de Dios y no veo bien (1 Jn.2:11).

La segunda razón es que somos todavía niños. Este es el énfasis de 1 Co.3:1-3. Los niños pelean sobre cualquier cosa insignificante, pero se espera que la persona mayor sea distinta.

Y lo peor es que en esto, los niños se portan mejor que nosotros. Durante un día pueden chocar sobre una variedad de "tonterías", pero al día siguiente se olvidan de todo, y siguen como amigos. Pero nuestra tendencia es pelear sobre una tontería y nunca olvidarlo, ni aún en diez años.

Aquí tengo que hacer una distinción muy importante. Una cosa es el no estar de acuerdo con una idea o posición de mi hermano. Esto en sí no es malo, y es inevitable que haya una variedad de opiniones en una congregación. Pero es otra cosa el rechazar a mi hermano por sus ideas. Son muy pocas las razones que justifican una separación entre hermanos, y se debe llegar a eso sólo en casos muy extremos. Casi siempre las contiendas y divisiones nuestras son sobre cosas no justificables.

La tercera razón es que todavía somos de este mundo, y pensamos como la gente de este mundo. Stg.3:13-16 destaca que celos, contenciones y cosas parecidas revelan una mente que no ha sido renovada (Ro.12:2). ¡Ojo con los que profesan ser espirituales, pero siempre chocan con sus hermanos! Esa "espiritualidad" no es de Dios sino del mundo.

Tanto pasividad como contienda son evidencias claras de inmadurez, y a la vez son estorbos al crecimiento. Termino con este pensamiento: No hay nada malo en ser niño, todos tenemos que comenzar así. Pero es vergonzoso quedarse niño. Dios nos ha llamado a crecer.

por JOSE YOUNG

Fuente: Compromiso Cristiano: http://www.compromisocristiano.com

sábado, 7 de noviembre de 2009

Orando en el Espíritu

El significado de orar en el Espíritu.

Orar en el Espíritu significa orar bajo la inspiración y guía del Espíritu Santo del que estamos investidos. Efesios 2:18. Significa que cuando oramos el Espíritu Santo nos lleva de la mano, nos introduce en la presencia misma de Dios, y nos hace sentir esa misma presencia de Dios al orar. Es lo que nos dice Efesios 2:18, “porque por medio de él los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre”.

Esta es la oración que prevalece, que garantiza la respuesta.

Características de orar en el Espíritu:

Veamos tres características principales de orar en el Espíritu.

Orar en el Espíritu es orar fervientemente: Romanos 8:26.
El que ora en el Espíritu ora con intensidad. Dios atiende y contesta esta oración intensa.
En Romanos 8:26, se nos dice esto: “Y de igual manera el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles”.
Hombres y mujeres cuya vida está bajo el gobierno del Espíritu Santo oran con intensidad y fervor. Muchas de nuestras oraciones son frías y formales. Algunos ni se acuerdan de lo que oraron esta mañana. Otros se acuerdan porque se trata ya de un latiguillo, de una “frase hecha” que repiten automática y rutinariamente. Son oraciones carentes de fervor, de intensidad, de poder. No son oraciones en el Espíritu.
En Jeremías 29:12,13, se nos dice esto: “Entonces me invocaréis y vendréis y oraréis a mí, y yo os oiré; y me buscaréis y me hallaréis porque me buscaréis de todo vuestro corazón”.
El Espíritu, cuando ora en nuestra vida lo hace “con gemidos indecibles”. El que ora en el Espíritu lo hace de todo corazón, con intensidad y fervor, lanzándose con todo el ser a la oración.
Así oraba Jesús: “y estando en agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra” (Lucas 22:44).
Pablo pide a los romanos que lo ayuden luchando intensamente, con denuedo, en la oración. Ahora debemos evitar entender mal esto; no se trata de luchar con Dios, hasta “torcerle el brazo” para que conteste nuestras peticiones.
Nuestra lucha no es con Dios, “sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (Efesios 6:12).
 A veces, cuando estamos orando, sentimos como si toda la fuerza del mal se lanzara entre nosotros y Dios y produjera distracción, apatía, en un intento de separarnos de Dios. Muchas veces lo que hacemos es ceder. Pero cuando oramos en el Espíritu, el Espíritu Santo nos hace luchar de rodillas hasta alcanzar la victoria.
 Hay una lucha y hay un esfuerzo en el orar en el Espíritu. El diablo mantiene engañados a muchos cristianos con el error de que deben orar sólo cuando lo “sienten” porque de lo contrario es hipocresía. Esta es la característica de nuestro tiempo.
Si lo sientes, hazlo; si no lo sientes, no lo hagas. El diablo metió esta filosofía pagana en el pueblo de Dios, en la adoración, en la lectura de la Biblia, en el servicio.
Vivimos en la cultura de las sensaciones y de los sentimientos. Pero vivir la vida cristiana no es cuestión de sentimientos, sino de obediencia.
Es por eso que Dios sigue buscando gente que lo adore “en espíritu y en verdad”, gente que ore en Espíritu y en verdad, gente que sirva a Dios en Espíritu y en verdad. No según “sienta”, sino según dice la Biblia.
En nuestra cultura pagana no hay lugar para el esfuerzo. Hacer algo con esfuerzo es ser hipócrita. Sólo eres sincero “si lo sientes”. Esto es una mentira. Pero el diablo sí te convence de que en tu vida espiritual tienes que hacer “lo que sientes”.
¿Cómo podemos orar con esta intensidad?
Hay dos maneras de orar con fervor. Una buena y otra mala. La mala es forzar la oración con la energía de la carne. Hay gente que ora con mucho fervor, pero ora en la carne, no en el Espíritu. A veces empezamos a orar, y forzamos hasta que empezamos a gritar como locos. Hay “mucho fuego”, pero fuego fatuo, fuego extraño.
La manera correcta de orar en el Espíritu es orar en nuestra debilidad. Él nos ayuda en nuestra debilidad y en nuestra ignorancia. Porque no sabemos pedir como conviene, el Espíritu intercede por nosotros con gemidos indecibles.
La intensidad que Dios considera no es la que podemos generar. La intensidad que Dios considera es la que el Espíritu obra en nosotros.
Tal vez te ha sucedido que oras y no hay ninguna intensidad en tu oración. Tú pronuncias palabras pero es sólo “forma”. ¿Qué hacer en ese momento? ¿Dejar de orar hasta que cambie nuestra disposición? No. Si hay algún momento que necesitamos orar más que nunca es cuando no lo deseamos.
Entonces ¿qué hacemos? Pide a Dios que el Espíritu ore por ti y quédate en silencio. El Espíritu Santo lentamente empezará a dirigir tu corazón a la oración, creará un anhelo de orar en tu interior, y orarás con fervor porque Él intercederá por ti con gemidos indecibles. No te levantes nunca de la oración sin que esto ocurra.
Orar en el Espíritu es orar según la voluntad del Padre. Romanos 8:27.
En Romanos 8:27 dice: “Mas el que escudriña los corazones sabe cuál es la intención del Espíritu, porque conforme a la voluntad de Dios intercede por los santos”.
La obra del Espíritu Santo cuando oramos es hacernos conocer cuál es la voluntad de Dios en el asunto de nuestra oración.
El Espíritu nos muestra si el motivo de la oración está de acuerdo con la voluntad de Dios. Él nos manifiesta la conformidad entre lo que pedimos y la voluntad de Dios.
Muchos se desilusionan en sus oraciones porque comprueban después de bastante tiempo que su pedido no era la voluntad de Dios. Pero cuando oramos en el Espíritu y exponemos a su juicio nuestra petición, el Espíritu nos muestra si lo que estamos pidiendo es la voluntad de Dios o no. No hace falta esperar ver si ocurre o no. El Espíritu nos lo muestra.
Muchas de las cosas por las que oramos están reveladas en la Palabra de Dios y podemos saber si son su voluntad o no. Pero hay otros asuntos que no son explícitos en la Palabra.
En estos casos, Dios usa la iluminación directa del Espíritu para hacernos conocer su voluntad. Cuando vivimos en comunión con Dios, escuchamos la voz de su Espíritu, y nos rendimos por completo a Él en nuestras oraciones, el Espíritu Santo nos da a conocer la voluntad del Padre.
Esto es lo que enseñó Jesús: “Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir” (Juan 16:13).
El Espíritu nos revela la voluntad de Dios, y nos hace saber lo que vendrá, entre otras cosas, si hay respuesta o no. Cuando oramos en el Espíritu, es decir, según la voluntad del Padre, podemos tener seguridad de lo que vendrá, de que nuestras oraciones serán respondidas: “Y esta es la confianza que tenemos en él, que si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye. Y si sabemos que él nos oye en cualquier cosa que pidamos, sabemos que tenemos las peticiones que le hayamos hecho” (1 Juan 5:14,15).

Las condiciones para orar en el Espíritu
La primera condición para orar en el Espíritu es estar rendidos a Él. Si el Espíritu no gobierna nuestra vida, es imposible que esperemos que gobierne nuestras oraciones.
La segunda condición del orar en el Espíritu es la absoluta dependencia del Espíritu cuando se ora. Es decir, debemos reconocer nuestra absoluta incapacidad para orar adecuadamente y para que nuestras oraciones prevalezcan. Nosotros no sabemos cómo orar, pero el Espíritu sí, porque ora conforme a la voluntad del Padre.
La tercera condición para orar en el Espíritu es pedirlo al Padre. En vez de orar y monologar con palabrerías y frases prefabricadas, pidamos a Dios que nos guíe por su Santo Espíritu. Hasta que sintamos su presencia que nos guía no pronunciemos palabras. Dejemos que el Espíritu gobierne, y entonces Él orará en nosotros conforme a la voluntad del Padre.
CONCLUSIÓN:
Anhelo, para mi vida y para la tuya, que vivamos en el Espíritu. Que prediquemos y demos testimonio en el Espíritu Santo. Que estudiemos y comprendamos la Palabra de Dios en el Espíritu Santo. Que adoremos en victoria el Espíritu. Sobre todo que oremos en el Espíritu Santo de Dios.
Quisiera que como iglesia, aprendiéramos a orar en el Espíritu. Nada podría resistir el impulso arrollador, e iríamos de victoria en el nombre de Dios.
Si nunca has orado en el Espíritu, quiero invitarte a comenzar hoy. Esto al principio lleva un poco de tiempo hasta que te habitúas a hacerlo. Por lo menos vamos a empezar a dar los primeros pasos.
Cierra tus ojos y di a Dios que quieres orar en el Espíritu. Espera que tu espíritu se calme, tu mente se aplaque, y no digas palabra hasta que sientas en ti la presencia del Espíritu de Dios.
Después di: Espíritu Santo, gobierna mi vida, y dirige ahora mi oración.
Empieza a orar lo que Espíritu te dé.
Preséntale un pedido, y exponlo para que el Espíritu te muestre si coincide con la voluntad de Dios. Escucha su indicación.
Finalmente, entrega tu vida al gobierno del Espíritu y alaba al Dios Trino.
Tal vez te costará un poco por ser la primera vez. No te desanimes, empieza a practicarlo y tu sintonía con Él será cada día mayor. Dios quiere para ti y para mí una vida de oración victoriosa, es decir, una vida de oración en el Espíritu. AMEN.
Claudio Freidzon
Tomado de la Revista AVANCE - Año 10 - Número 2.